Los hechos violentos ocurridos en Barranquilla en estos días son repugnantes. Por supuesto que corresponden a mentes enfermas. Ni propuestas políticas, ni creencias religiosas, ni ningún otro motivo es justificación para actuar con tanta perversidad y cobardía.
Me preocupa que la Paz se quiebre de un momento a otro. Miro la historia de mi país y recuerdo los relatos de mi infancia, cuando mis abuelos me hablaban de la Guerra de los Mil Días. Oía con atención lo que habían vivido y tenía la sensación de que me hablaban de un mundo extraño. Me resultaba inexplicable que, por ejemplo, me tocara dejar de jugar con mi vecinita porque se vestía de azul y en mi casa les gustaba el colorado. Cavilaba cuestionándome por que debería hacerlo y entre más preguntaba más me parecían las cosas locas y disparatadas.
El matrimonio de mis padres se caracterizaba porque ambos tenían una amplia noción de la importancia de la tolerancia. Mi abuelo paterno era masón, librepensador, liberal; mientras el materno conservador y católico. Los dos fueron buenos esposos y padres. Trabajadores responsables, que les enseñaron a sus hijos e hijas a ser respetuosos de los demás, ciudadanos cumplidores de su deber y seres humanos regidos por principios y valores, donde lo fundamental era aceptar el punto de vista del prójimo, así fuera opuesto al nuestro. No eran intransigentes, estaban convencidos de que era válido pensar diferente y jamás buscaron imponerse sobre sus semejantes y, mucho menos, manipularlos u obligarlos a hacer algo que atentara contra su leal saber y entender. Por eso, no pude comprender por qué había gente capaz de matar a otro por su postura política.
Llegando a la adolescencia, un día mi madre, mujer corajuda, me contó una historia que me dio miedo: Para el 9 de abril de 1948 ella ya era odontóloga. Trabajaba en Bogotá un hospital estatal. Había salido a hacer una diligencia en su tiempo de almuerzo y había quedado de encontrarse con su padre para comer juntos. Cómo irían a un restaurante se había esmerado en arreglarse con elegancia. Tenía un sastre azul. Cuando iba llegando al sitio convenido, sintió los gritos enfurecidos de una multitud: “Mataron a Gaitán, mataron a Gaitán”. Se detuvo a mirar y alguien que la reconoció la tomó del brazo diciendo: “¡Corra, corra, doctora Esther, corra, usted está de azul!” y como pudo la llevó casi arrastrando. Tuvo la buena suerte de en la esquina encontrarse con mi abuelo. Tomados de la mano corrieron y ella tuvo que quitarse los tacones, rompió totalmente sus medias, mientras seguían corriendo hasta que llegaron a la casa de unos amigos liberales. Allí permanecieron cuatro días, pues vivían en un pueblo cercano, hasta que los ánimos se calmaron. Afortunadamente él era el jefe de los Telégrafos Nacionales, ( el equivalente del actual internet), y pudo mandar a avisar a su casa que estaban bien. Debió ser muy angustiante. Sin embargo, lo que les sucedió fue muy poco frente a los actos de violencia que se cometieron por décadas en todo el territorio nacional.
No existe sitio en Colombia donde alguien no haya sido víctima de las pasiones políticas desbordadas. No se puede asegurar, sin equivocarse, que la sangre derramada ha sido únicamente de un grupo político determinado. Todos somos victimas y por eso, en ocasiones creemos que nos asiste el derecho de ser victimarios. Sin embargo, la larga historia de enfrentamientos ideológicos que se convierten en asesinatos, sin explicación ninguna, como los de hace poco en la capital del Atlántico, deberían llevarnos a hacer un hasta aquí y gritar unidos. ¡Basta!
Acá no hay vencedores, solamente hay vencidos. Los que se pueden ufanar de que es han salido triunfantes son: la muerte, la barbarie, los odios, la perversidad, el hambre, la desolación, la miseria, el campo abandonado, los rencores, la injusticia, la inseguridad, la sed de venganza, la guerra fratricida, la orfandad, las enfermedades físicas y mentales, las mutilaciones tanto del cuerpo como del alma, la intransigencia, la mentira, la incongruencia, la desesperanza, el dolor, la ignorancia, la rabia, el narcotráfico, el egoísmo, la ambición sin límites , la ruindad y muchos más defectos que no nos dejan respirar la paz.
Estoy segura que mi familia no es muy diferente a muchos otros hogares colombianos. No somos santos. Cometemos errores, a veces sacamos nuestras frustraciones y nos enojamos. Por eso creo que, todos los ciudadanos podemos aprender que la vida puede ser más armónica, cuando no queremos imponer a la brava nuestros puntos de vista y somos capaces de oír, de respetar al otro para no ser tan intolerantes. El país no puede repetir en las próximas elecciones la horrenda historia de la violencia política del pasado. Es una infamia tratar de sacar dividendos electorales de hechos tan dolorosos. Doblemos la hoja y caminemos hacia una nueva ciudadanía, donde podamos dialogar y no quepa la palabra asesinato.