Hace pocos días, una amiga mía que perdí de vista desde cuando estudiaba en la universidad, me llamó toda desesperada desde su residencia en una ciudad del interior del país para que la llevara hasta las míticas y encantadas aguas del jagüey que tiene la virtud de devolver la virginidad. “Tú sabes dónde quedan esas aguas, y quiero que me lleves allá”, me dijo llorando y con un desespero que al otro lado del teléfono podía oír su agitada respiración y pum pum de su corazón.
Fue entonces cuando los recuerdos volvieron a mi mente en tiempos en que aún era un errabundo bohemio y andaba saboreando el ron de la ollas de barro por los pueblos ubicados a orillas del Río Grande de la Magdalena escribiendo sobre el parto de las babillas y la inocencia de las iguanas, otras veces ganándome la vida vendiendo ollas, lebrillos y tinajas, de la alfarería Zondagua “made in Doña Juana”, y tuve noticias de la existencia del Jagüey de la Virginidad, un oasis de aguas encantadas que se encuentra ubicado cerca de Pueblo Bonito en algún lugar del quimérico, soñador y mágico Caribe y donde se bañan ninfas, náyades, xanas y efebos.
Fue Purita Inocencia, que, para esos días, aún todavía era una loba joven y lanzada que se ganaba la vida vendiendo caricias y amores a viejos verdes para pagar sus estudios universitarios, la que me dijo el sitio exacto en donde estaba el jagüey de la virginidad, que según contaban, tenía la virtud y magia de devolver la pureza a las divas que la hubiesen perdido. La dama que quería recuperarla debía sumergirse en sus aguas en las noches de plenilunio, después de alcanzar el frenesí en la danza de los tambores que tocaban los nativos de aquel lugar privilegiado. “Realicé varias excursiones con buses llenos de mujeres de todas las edades, unas porque querían complacer a sus futuros maridos y otras porque querían morir con sus piezas íntegras”, me dijo.
Para mí no fue fácil encontrar ese jagüey, pues estuve casi nueve años, unas veces en burro, otras en almadías, a veces de a pie, subiendo montañas, pasando toda clase de trabajos, siguiendo con sumo cuidado pistas y rastros, desde la noche en que escuché la fantástica historia de aquel pozo que tenía la virtud de devolver la virginidad todas las veces que quisiera, a la mujer que la hubiese perdido en un momento de felicidad o en las más vergonzosas circunstancias.
Eran los días en que la virginidad estaba de moda y la castidad era la principal virtud que la mujer entregaba de dote al marido. Cuando eso no sucedía, entonces el esposo, lleno de orgullo y de soberbia, no sólo mataba a su amada después de encontrar que esta ya había probado los efluvios divinos del himeneo, sino que también se suicidaba dejando una carta llena de perfumes en la que explicaba hasta la saciedad que tomaba aquella decisión, porque se sentía burlado y él no iba a cargar sobre sus sienes los cuernos de la ignominia, la infamia y la degradación.
Aunque todo eso es parte de la prehistoria y de la fábula, pues han transcurrido muchísimos años desde que Purita Inocencia, en una noche de juerga me soltó todo el chorro de su secreto, lo único que recuerdo fue el croquis que ella me dio y metí entre las pilas de rollos papiros que enriquecen mi biblioteca.
Confieso que he buscado y rebuscado el mapa, he escarbado en todos los rincones y plúteos de mis anaqueles y no ha quedado una sola balda que no haya sido registrada y no he encontrado nada. He revisado cada una de las piezas de mi memoria y no encuentro un solo indicio que me oriente para encontrar el tan preciado lugar. Solo aparece la imagen de aquella loba sabia, llena de valores que se creía la reina cabaret porque siempre que quería recobraba su virginidad.
Sé que no es un sueño porque me he topado con algunas damas encopetadas y me han saludado con mucho cariño y me han expresado su agradecimiento y felicidad. Otras me han llamado y también me envían regalos de gratitud por haberlas llevado a ese lugar encantado.
En medio de los recuerdos perdidos en mi memoria, esa noche que mi amiga me llamó, le dije sumergido entre el sueño y la realidad. “Para qué quieres la virginidad, si ya eso no se usa”. ¡Eso es lo que tú crees!, me dijo al otro lado del mundo. “Mi admirador es un senador que está podrido de plata mal habida y quiere que cuando yo esté en el tálamo nupcial escuchando su epitalamio, tenga cada una de las piezas de mi cuerpo en su lugar”.
De todas maneras, la esperanza es lo último que se pierde, y yo espero encontrar el croquis del sitio en donde se encuentra ubicado el jagüey de la virginidad, porque en estos días, he recibido una pila de mensajes por teléfono, por Facebook, whatsapp y por otros medios menos modernos, enviados por conocidas y desconocidas en las que me urgen las lleve en un tour a Pueblo Bonito, porque quieren sumergirse en las aguas del pozo, para soldar sus piezas y recobrar la doncellez y la castidad.