Confieso que siempre he sido de lágrima fácil. ¿Qué quiero dar a entender con esta afirmación? Que siempre he tenido mucha facilidad para conmoverme con situaciones que me impacten. En más de una ocasión me detengo a pensar cómo he logrado llevar adelante mi profesión de abogado litigante en materia penal sin terminar llorando en cada uno de los juicios en los que he participado como defensor.
Hago esta afirmación para contarles que me he conmovido hasta el alma con las imágenes –que creo que todos hemos visto en los últimos días– de lo que sucede diariamente en nuestro país hermano Venezuela. No sólo la feroz represión a la que se ven sometidos los jóvenes que salen todos los días a las calles de Caracas y de otras ciudades con el fin de protestar en contra del gobierno de Nicolás Maduro, sino las imágenes de las peripecias que deben hacer los hermanos venezolanos para conseguir alimentos.
Debo empezar diciendo que siempre he considerado que estamos frente a gobiernos absolutistas y dictatoriales cuando los miembros de sus cuerpos de seguridad, o la policía, salen encapuchados a cumplir supuestamente con sus funciones constitucionales y legales. Y eso, precisamente, es lo que hemos visto durante los últimos meses en Venezuela: miembros uniformados del ejército o la policía encapuchados, golpeando y disparando a los jóvenes que, como ya dijimos, participan en las marchas de protesta.
Con un nudo en la garganta y con una sensación de absoluta impotencia hemos tenido que contemplar escenas dantescas, propias de los regímenes más radicalizados que han existido en la historia de la humanidad.
En televisión y en internet circulan las imágenes de un joven que camina por un parqueadero desocupado, al aire libre, cuando es abordado por uniformados de la Guardia Nacional, todos encapuchados, que se desplazan en motos y empiezan a propinar una salvaje paliza al joven. Al punto que uno de esos encapuchados le pega en reiteradas ocasiones a la altura del cuello con un escudo de plástico, de esos que se utilizan en las manifestaciones con claras intenciones de querer desprender la cabeza del joven de sus extremidades. Al final suben al joven bañado en sangre a una de las motos, le colocan una capucha y se lo llevan del lugar.
¿Qué garantía de democracia puede existir en un país como Venezuela cuando la respuesta a las protestas de la oposición es la represión más salvaje y sangrienta de la cual se tenga memoria en dicho país?
Y es que mucho va del gobierno de Hugo Chávez al gobierno de Nicolás Maduro. No son comparables. Hace mucho rato Nicolás Maduro renunció y olvidó los postulados que con tanto orgullo y vehemencia defendió el coronel Hugo Chávez y que lo llevó a granjearse la simpatía de las clases más deprimidas de Venezuela.
Ya nada queda del sueño que en algún momento tuvo Chávez de lo que significaría para Venezuela y para el Continente la Revolución Bolivariana que él encarnaba. Hoy, lo de Nicolás Maduro, no es Revolución ni es nada que se le parezca. Es, simplemente, supervivencia política echando mano de todos los medios que tenga a su alcance, entre ellos, el más fácil: LA VIOLENCIA.
O ¿en qué cabeza cabe querer cambiar la Constitución de Venezuela, hija del sueño que tuvo en su momento Hugo Chávez, de una Venezuela más equitativa y de oportunidades para los más desfavorecidos? Hoy nos dice Maduro que esa Constitución no sirve ni encarna el sueño de Chávez y que, por lo tanto, se debió llamar a una Constituyente que dote al país de una nueva Carta.
Hoy desconoce Maduro el legado de Chávez. Legado y figura del cual se ha aprovechado en infinidad de ocasiones y con la cual se ha arropado en un discurso, por demás, populista, en el cual trata de dar a entender que lo que él hace es lo que hubiera querido el Comandante que se hiciera con el país y con su amada Revolución Bolivariana.
Nada más lejano a la realidad. Estoy absolutamente convencido que Hugo Chávez nunca hubiera querido para su país lo que actualmente está ocurriendo. Recuerden como siempre apeló a las urnas y obtuvo el favor popular en ellas para seguir implementando su particular visión de cuál debía ser el rumbo que convenía a Venezuela.
Hasta cuando Hugo Chávez murió, éste había no sólo logrado vender su idea de Revolución Bolivariana al interior de su país, sino que además había logrado que a lo largo de Suramérica fuera visto ese modelo de Gobierno con empatía. Tanto así que logró en pocos años lo que no se había logrado por la vía de golpes de Estado o del uso de las armas: que gobiernos de corte de izquierda llegaran al poder, algunos de los cuales siguen en el poder.
Con Nicolás Maduro la historia fue diferente. Desde que llegó al poder, la Revolución Bolivariana no ha hecho sino perder adeptos. En un gran número, al interior de Venezuela, muchos de sus conciudadanos no ven con buenos ojos su ejercicio de poder y, en el ámbito internacional, ya hace muchos meses se puede catalogar a Venezuela como un país paria que lo único que obtiene de otros países y organismos internacionales son críticas, reproches y llamados urgentes con el fin de que el Gobierno reencause al país por el camino de la Democracia perdida en manos de Maduro.
¿Qué pretende Maduro al querer cambiar la Constitución que el mismo Chávez también cambio en su momento para poder gobernar dentro del modelo de la Revolución Bolivariana? Nada. Lo único que busca es crear mecanismo de distracción que le permitan aferrarse al poder por unos días o meses más a la espera de un milagro, milagro que está muy lejos de realizarse.
Entre más tiempo dure Nicolás Maduro en el poder en Venezuela más se hace candidato a tener que responder por crímenes de lesa humanidad ante la Corte Penal Internacional, ya que Venezuela –en tiempos de Hugo Chávez– suscribió el Estatuto de Roma y, por ende, aceptó acogerse a dicho Tribunal Universal. No se puede desconocer que en los últimos meses se han cometido crímenes de este estilo en Venezuela auspiciados, tolerados e incitados por el actual gobierno en cabeza de Nicolás Maduro.
Cuando escribimos estas líneas tenemos noticias de Venezuela en el sentido de que ganó la constituyente de Maduro por más de ocho millones de votos, pero esa no es la verdadera noticia. La noticia es que dicha jornada electoral del domingo dejó como resultado 16 personas muertas a lo largo de todo el país. ¿En qué democracia moderna se concibe que una jornada electoral pueda arrojar un número tan elevado de muertos y se pueda seguir considerando una democracia?
Con dolor asistimos, como testigos silentes, a los más horribles actos de barbarie protagonizados por un Gobierno desprestigiado, que tarde o temprano caerá, contra una población que se ha crecido ante tanta violencia, que en vez de sentir miedo y correr a esconderse ha tomado fuerzas de sus muertos y ha plantado cara y que seguirán luchando en las calles hasta que el gobierno del dictador sea vencido.
Pero también asistimos con dolor al fin de un estilo de gobierno que en un primer momento se consideró reivindicaría las décadas de atropello y sufrimiento en contra de las clases menos favorecidas, un gobierno que utilizaría su inmensa riqueza petrolífera en dar salud, educación, trabajo a las clases más necesitadas de Venezuela y no seguiría enriqueciendo a los de siempre, a un gobierno que inspiró a muchos otros países para gobernar de una forma diferente a la que se hacía tradicionalmente. Asistimos al fin de ese gobierno en medio de una infinidad de muertos, que deberán –en su momento– ser recordados y reivindicados en Venezuela.
Hay motivos para tener dolor en el corazón y por que llorar.
@DAGRAMAR2010