En el diccionario de la RAE, se define Patrimonio así: “Hacienda que una persona ha heredado de sus descendientes.” Lo que quiere decir que es un legado de valores espirituales y materiales que recogen, en un objeto, muchos años de diario sacrificio para darles a sus descendientes una calidad de vida mejor a la que ellos tuvieron. El agradecimiento, por lo tanto, es lo menos que se puede hacer para honrar a los antepasados. En el caso de La Heroica, parece ser que los colombianos, en calidad de administradores de esa herencia, estamos fracasando.
Volviendo los ojos al escándalo desatado en Cartagena, desde hace un par de semanas , alrededor de la construcción de una serie de rascacielos que dañarán el entorno del Castillo de San Felipe de Barajas, es necesario que se hagan una serie de consideraciones sobre los constantes irrespetos, al invaluable legado arquitectónico, que se vienen sucediendo en esta histórica ciudad.
Lo primero que hay que decir, es que este hecho no es sino uno de los muchos atropellos que se han venido dando desde que la ciudad adquirió importancia turística, a raíz de la declaratoria de la UNESCO, de “Patrimonio de la Humanidad”.
Hace unos años, en la década de los 80 existía, a nivel nacional, el Consejo Nacional de Monumentos, entidad dedicada a preservar todos aquellos inmuebles que representaran un valor histórico o cultural del país. Se contaba con asesores de las facultades de arquitectura, historiadores, representantes de las autoridades locales y nacionales y miembros de los principales gremios turísticos y profesionales de las diferentes ciudades donde se llevaban obras de restauración.
En el caso de Cartagena, la Academia de Historia de la ciudad, era quien llevaba la voz cantante en este aspecto. Su presidente, Donaldo Bossa Herazo, era todo un erudito que conocía la historia de cada edificación desde sus primeros dueños hasta bien entrado el siglo XX. Sus explicaciones sobre las razones por las cuales se construía de una determinada manera y no de otra, eran didácticas y convincentes. Por ejemplo, en cuanto a los miradores es claro que en la inmensa mayoría de las casas del Centro Amurallado este elemento no existía por considerarse que no era necesario. Sólo lo requerían los grandes comerciantes y potentados de la época, pues su función no era recreativa, no se trataba de ver los arreboles en la playa, sino de avizorar los barcos procedentes de España, La Habana o Veracruz, cargados de mercancías o llenos de esclavos y así llegar a puerto para negociar lo mejor que se pudiera. Por lo tanto, adicionar actualmente, ese elemento obedece más a un capricho de los nuevos dueños, que a un respeto por la tradición arquitectónica de esta ciudad. Sin embargo, basta pasar detenidamente por la Avenida Santander para constar que sobresalen, como si se tratara de los adornos de una torta de bodas, una serie de los ya mencionados miradores, rompiendo flagrantemente con la armonía del espacio. Este es solo uno de los atropellos que se ha impuesto a las edificaciones coloniales.
Pero son muchos más las arbitrariedades que se suceden casi que a diario. Tal como describe Javier Covo Torres, en su novedosa tesis de grado, en la Cartagena de los siglos XVI y XVI existían dos tipos de casas, acorde con el dinero de sus propietarios: las de una sola planta y las de dos plantas. Es fácil entender que las de un solo piso correspondían a personas con menores recursos económicos que las de dos pisos. Por esa razón elemental, no estaban decoradas con lujo ni los materiales que se empleaban eran importados de Europa. Así que, por ejemplo, adicionarles pisos de mármol, es un total contrasentido. Sin embargo, este tipo de errores lo cometen, sin que nadie se los impida a los restauradores.
Y ¿qué decir de aquellos viejos caserones que han sido adecuados para ser hoteles o restaurantes? Como se dice en el argot popular del Caribe, “ahí si ha sido el despiporre total”. Evidentemente es necesario darles a los huéspedes el confort que se exige en estos casos, pero hay muchos excesos que no están justificados. Por ejemplo, quitar celosías, acabar con las persianas, son algunos de los abusos que no deben cometerse. Es claro que estos cambios se pueden dar, porque la ciudad carece de los estrictos controles que anteriormente tenía el Consejo Nacional de Monumentos. Pero, aún así, nada justifica tanta arbitrariedad. Las autoridades locales hacen muy mal en no haber implementado unas políticas que observen con rigor el desarrollo de ese tipo de restauraciones que atentan contra la historia de la ciudad. Igual muchas de estas acciones deberían ser tomadas teniendo en cuenta las recomendaciones de nuestra Academia de Historia. Conocer la tradición nos enriquece como nación y, al mismo tiempo, hace que las generaciones más jóvenes aprendan a cuidar lo nuestro.
Ahora bien, volviendo al caso del Castillo de San Felipe, es evidente que se pasa por alto la historia de esta fortificación, como bien lo explica, el director del Museo Naval, arquitecto y miembro de la Academia de Historia de Cartagena, Gonzalo Zúñiga Ángel. Las fortificaciones edificadas por la Corona española, para la defensa de Cartagena, obedecían a un plan cuidadosamente trazado: Se debía ver desde distintas perspectivas de la ciudad la entrada de los barcos piratas. Para ello era indispensable que se situaran los puntos de ataque en lugares específicos, de manera que pudiera impedirse la llegada de los filibusteros hacia la ciudad amurallada. Así pues, construir el castillo, donde está, sobre el cerro, tiene toda una razón de ser irrefutable. Pero, si como se pretendía, se tapa la visual, es imposible que los visitantes comprendan que el sistema de defensa español era perfecto para la época y que, gracias a eso, América del Sur no es de habla inglesa. Sin embargo, resulta muy difícil de entenderlo si se pretende avistar un barco, viniendo de la Boquilla y entrando a la bahía, a través de las minúsculas “rejillas” que quedan entre edificio y edificio. Esa es una misión casi imposible. La grandiosidad de la obra de ingeniería militar que se hizo en esta ciudad desaparece por completo, en aras de un capricho arquitectónico de unos particulares.
Siempre se ha dicho que el interés general prima sobre el interés particular. Acá, en este proyecto urbanístico, seguramente necesario, lo que acontece es todo lo contrario. El curador urbano no tuvo el criterio de juzgar que era más importante el sitio que tiene Cartagena en la historia del mundo, el deber de administrar bien ese tesoro, que no es exclusivamente de los cartageneros y los colombianos, sino de toda la Humanidad, para por ese sólo motivo, negar la licencia de construcción.
Resulta muy difícil de creer que ese proyecto solo es viable en frente a San Felipe. Recorriendo la ciudad de manera desprevenida se pueden encontrar muchos lugares que podrían servir para ese fin. ¿Por qué atentar contra el castillo?
Igualmente, no es fácil entender las palabras de la señora Ministra de Cultura: “trataremos de detener la obra”. Ella es la guardiana de todo el Patrimonio cultural de la Nación. Su obligación no es “tratar”, sino impedir que se despoje a la ciudad de un título muy merecido. Debe recordar que está incurriendo en una falta grave y que está en sus manos el frenar semejante desatino. La carencia de autoridad es un defecto que no puede tener un funcionario. Si lo permite, la historia no podrá absolverla.
Cartagena.