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¡El rostro de la madrugada!


ALFONSO HAMBURGER, autor de esta crónica, es uno de los diez finalistas del Premio Nacional de Crónica CIUDAD PAZ.

Cuando puse los pies en la calle húmeda, después de abrir con sigilo la puerta de tablas, de tablas viejas, me cayeron las primes gotas frías. Levanté la mirada y vi que los árboles de caucho estaban encendidos por una neblina que parecía fumarse sus hojas. Llovía leve. Era una lluvia sin nubes, en el marco de un cielo gris. Caminé por la acera solitaria, de puñales y puñaladas traperas, bajo los aleros de esas casas viejas de zinc oxidado, aleros que ya no albergaban adioses ni olvidos. Había poco tráfico de motos y de personas de a pie. La ciudad seguía en toque de queda que ninguna autoridad de carne y hueso había decretado y a medida que caminaba hablaba por mi celular y a medida que subía la colina de la calle del Comercio, se incrementaba la lluvia. Las gotas que se deslizaban del alar viejo eran gordas. Taladraban mi espalda cansada. Golpeaban como perdigones de guerra.

En la esquina del edificio más alto, en el Banco Agrario, un mendigo dormía plácidamente, encogido en ese frío de perros de su sucia humanidad. Era un tipo joven, sin camisa y sin zapatos, cuya quijada recta daba la sensación de fortaleza. Fue cuando pensé en que aquel desgraciado hombre tenía cosas mías. Más tarde los rayos del sol, si acaso saldría el sol en aquella mañana lluviosa, o el ruido de la ciudad lo despertarían, entonces no tendría un jabón, un cepillo de dientes, una crema dental, una toalla ni unas pantuflas para pisar el piso húmedo y llovido. No tendría unos buenos días ni una esposa que le calentara el café ni unos hijos para llevar a la escuela. A veces lo veía como un perro meter el hocico en la basura y lo poco que lograba lo masticaba como si fuese un manjar. No se enfrenaba. ¿Quién era aquel hombre que dormía tan tranquilo en la calle? ¿Cuál era su historia en una ciudad donde habitan ciento cincuenta mil víctimas del conflicto reciente? ¿Por qué me comparaba con él? Yo caminaba con un morral a mi espalda, libre de pecados, liviano de equipaje, doblé precisamente en ese lugar, casi tranqueando con mis pasos rutinarios a aquel hombre desventurado.

Llevaba tres días viviendo en aquella casa vieja en un cuarto tibio, con un radio, un televisor, celular, internet y un baño de agua tibia. Pero era tanto el agite de aquellos días, que no había tenido tiempo para mí. No me había cepillado los dientes. Llevaba suficiente plata en el bolsillo, pero tampoco había comprado un jabón de baño, ni unas pantuflas. Había llegado de una ciudad lejana y apenas hoy, bajo esta lluvia ácida que ahuyenta a los madrugadores, caigo en cuenta de que la vida está llena de esas cosas elementales y pienso que la línea entre la dignidad y la miseria es muy frágil, como el caso de Michel Schumacher, de modo que una vez llegué a la otra esquina me puse a contemplar mi propio paisaje. Fujimori, el inefable vendedor de tintos, no había llegado y el vendedor de frutas de la esquina apenas armaba su inventario de siempre, para recogerlo por la tarde. La misma historia de todos los días. La ciudad los iba echando del centro. Vivian al filo del desastre. La policía siempre amanecía con ideas distintas. Hoy, pensé, trataré de comprar todo lo necesario para salir de ese estado de indiferencia con mi propio cuerpo, mientras la diabetes sigue taladrando mi sangre.

II

Las dos mujeres, que son las primeras en emerger en la gran plaza de baldosines manchados, todos los días trotan acompasadas, parejas y disparejas, una detrás de la otra, embutidas en sus licras de colores que las hacen ver torneadas, macizas, como ágiles gacelas. La de adelante es alta y pareja, garbosa, con un cuerpo espléndido, trota a pasos de venada arisca y la de atrás es su copia, pero en miniatura. Trota ésta a pasos rapiditos, menuditos, levita, dejando en cada gota de sudor y gozo, del esfuerzo apesadumbrado, su huella de belleza.

Mientras trotan hablan y mientras hablan se entienden, como si fuesen marido y mujer. Hablan con sus voces de payaso, de capuchones, hablan como si fuesen las únicas en el mundo historial. Sus voces son guturales y sus narices chatas no les quita belleza. Después se hacen en las gradas, en el mismo lugar de todos los días, donde continúan con sus movimientos acompasados. Rítmicos, gimnásticos. Una de ellas alza la pierna izquierda, sosteniéndola con la mano . La otra la imita. Siguen hablando y se miran. Ríen. Se vuelven a mirar. Después recogen la botella de agua del piso, sus toallas y una estera y bajan las gradas, perdiéndose en la oscuridad de la madrugada. ¿Quiénes y qué son entre sí esas atletas de la madrugada pura? Daría un mundo por saber quiénes son y a qué se dedican y por qué ese culto al cuerpo? Se van y solo quedan las gotas de rocío, la huella de un esfuerzo rutinario y acompasado. Nuca, como si temieran un piropo, evaden mi intención de abordarlas.

Ellas se van. Es la hora precisa en que aparece Julio, el hombre que atraviesa la plaza convencido de que ha partido en dos la historia de Sincelejo. Recoge el sonido, que al probarlo tiene una voz gutural, como viejo que se rasca el pecho para terminar de despertarse, de algo que falla y empieza su discurso de todos los días, calcado, de memoria. Le da gracias a Dios y a mamacita María por el nuevo día, lleva quince años, tres meses y tres días en el mismo ajetreo. Deduzco que la cuenta la lleva precisa porque comenzó un primero de enero de quince años atrás y solo le suma la fecha de la fecha, según el calendario, pero a veces me parece que exagera. ¿Quién cómo se preguntan los argentinos, le llevó la cuenta de los goles a Pele? Solo él o los más fanáticos pudieron contar esos mil trecientos y tantos goles, con sus dupletas, tripletas y cuartetas. Ninguno como la saeta Rubia, dicen los gauchos. Julio recita, además, la lista de quienes le favorecen y repite que tanto tiempo después no tienen sede propia, pero que algún día el perro será gente y les llegará un cheque del Gobierno.

Después de la oración del mismo hombre de siempre, antes de la gimnasia a cielo abierto, aparecen dos policías en una moto, y lo hacen bien acompasados con los atracadores. Una vez los malhechores se han ido, aparecen los policías, en una sincronización tan perfecta que nunca coinciden.

III

Levanto los ojos mientras camino. El cielo cercano- que se puede tocar casi con las manos- parece un lodazal luminoso hociqueado por los cerdos. La plaza de baldosas manchadas está llena de locos. Yo soy uno de ellos, ahora espantado por el atraco del martes. Todos parecen conocerme y me lo recuerdan. Mi quinto atraco apareció en todos los periódicos. En las escalinatas dos hombres hablan mierda, uno es de aspecto indígena y de una estatura doblada en sus dos metros, el otro es más bajo y es rubio. Ambos tienen sudaderas. Están sentados. Acaban de trotar. El más alto me saluda y dice, justificando su saludo confianzudo, que este mundo está invivible. Apenas llevo dos minutos de ejercicios. Camino. Dos mujeres guapísimas, indiferentes a mi drama, suben y bajan las escalinatas, sin mirarme siquiera. Es mi primera vuelta a la gran plaza, que acaba de emerger de esa niebla mañanera que parece brotar de la tierra incendiada.

El mendigo que duerme echado bocarriba sobre sus zapatos debe ser desconfiado para atesorar sus pisos y los tiene de almohada bajo su nuca. Sigo. La brisa leve acaricia mi rostro mientras camino y pienso en el atraco. Los tipos aparecieron como siempre lo pensé, por asalto. Los esperaba. Lo esperaba. ¿Qué más puede esperar uno en este mundo en descomposición? Caminaba aquel día, martes trece de febrero, como ahora, a pasos ligeros, en jean y tenis bajitos, cuando de repente los vi. Fue como despertar de un sueño que ya había vivido. Me tomaron por detrás, cuchillo en mano. El de la moto esperaba atento, dispuesto a escapar, enfundado en una oscuridad de miedo. El más joven, de cachucha, delgado, veinte años, estrasijado, sacó a relucir un cuchillo de pelar tomates, de destazar cerdos y amenazante me pidió el celular que llevaba en el bolsillo derecho, con audífonos. Yo iba escuchando radio, imbuido en mis alivios. Se lo entregué. Dame el otro celular, me dijo, con autoridad fingida, se lo entregué. Él tenía más miedo que yo y ese era el peligro. No me pidió cartera. En un segundo ya estuvo de parrillero. Se subió de un salto. Dale. La moto empezó a toser, subiendo el re pechito antes de llegar al semáforo, llegando a la plaza de Majagual. Traté de descongelarme y grité que los cogieron. Lo hice temblando de miedo y de pavor. Ellos trataron de parar y devolverse, entonces si pensé en la muerte, me destazarían.

El concejal de la barba, que en ese momento abría el portón del comando de la corrupción, en vez de dar la cara, se escondió como una iguana en una ceiba. Primero escondió su protuberante panza y después la cara de talibán. Los atracadores doblaron a la derecha. Cuando llegué a la esquina los vi, iban lentos y los caminantes de la plaza apenas empezaban a resucitar en medio de la neblina, como si el hombre que fuma abrasara la tierra en recalentamiento constante. Callé. Y no tuve miedo de continuar. Mi reacción fue contra mí mismo. Volví a callar. ¿De qué servía gritar? Traté de caminar, di una, dos vueltas, entonces tomé el camino de regreso, pensando en que en cualquier momento podrían regresar a destazarme. Desde entonces no soy el mismo.

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