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Consulta anticorrupción y problemas de nuestra cultura política


Los resultados de la reciente consulta anticorrupción son concluyentes respecto a una realidad que ya se nos había revelado crudamente en otros espacios de participación popular, pero que en el optimismo desbordado y un cierto maturanismo[1] muy cómodo y pueril, quizá muy propio ya de nuestra colombianidad, se ha terminado por maquillar, ignorar y esconder. Esto quiere decir que a pesar de que es cierto que la de la consulta fue una votación alta, teniendo en cuenta nuestra experiencia electoral y dadas las condiciones particulares de esta jornada, que han sido enunciadas ya suficientemente por diferentes analistas y políticos, estas votaciones vuelven a hacer explicita, esta vez de forma abrumadoramente clara y evidente me parece, una cuestión que es fundamental para ver y comprender los problemas políticos y culturales profundos que atraviesa el país, y que por lo tanto es clave para ofrecerles cualquier solución.

De acuerdo con la mayoría de los impulsores de esta consulta y otros tantos analistas que se les han sumado, los resultados son una clara vitoria, un mandato popular, una victoria del país ‘libre’, el presagio de una ciudadanía que despierta, etc. Unos lo entienden desde sus compromisos partidistas, otros desde su percepción y oficio de oposición, otros desde su inclinación ideológica o pensando con sus deseos, pero en general lo han hecho desde un buenísimo optimista que describe las situación como esperanzadora y positiva; todos, en fin, con sus perspectivas de cierto modo amortiguan el golpe profundo que significa para una sociedad no conseguir poner de acuerdo a una mayoría mínima de 12 millones de personas, en un país con un potencial electoral de aproximadamente 36 millones de votantes, para rechazar la corrupción, es decir, para asumir su papel como seres pensantes y públicos en decidir sobre algo que parecía tan claro y tan simple, por lo menos para la propia razón.

Lo último se refiere a que, Independientemente de su carácter vinculante frente a la constitución y la ley, de los promotores y sus intereses, o de si algunas de estas propuestas estaban ya establecidas, los siete puntos de la consulta, tal como estaban presentados en el tarjetón, suponían un grado de reflexión y de conciencia mínimos, porque preguntaban simplemente al ciudadano si estaba de acuerdo con implementar unas medidas que, sin entrar en relativismos absurdos, eran de lejos preferibles y aceptables, dentro de una sociedad con una mínima organización política compuesta por seres dotados de un instinto básico de supervivencia y capaces de algún grado de reflexión. Votar en esta consulta suponía poner todo esto tan simple y a la vez fundamental e importante a prueba. De ahí que la lectura no pueda ser alentadora. Pero no debe serlo ante todo porque del realismo con que la hagamos, de la verdad del diagnóstico, depende la manera como asumimos nuestra actualidad y sus problemas, si es que estamos de acuerdo por lo menos en que es necesario hacerlo y en que somos responsables de ello.

Si, dicho de forma escueta, no se consigue que una sociedad ‘democráticamente’ organizada se ponga de acuerdo sobre algo tan básico, tan determinante y vital para su propia existencia, es porque algo debe estar muy mal. Lo primero que se me ocurre y que supongo debe estar fallando es la concepción misma de política que tiene esta sociedad, las concepciones de lo común y de lo público, y en consecuencia algo está fallando con la misma educación, que es el espacio donde se concretan sus ideales de ser humano, comunidad, organización, ley, Estado, ciudadanía, etc., y que al fin y al cabo le dan sentido. La educación, que se apropia de buena parte de la vida de las personas, encarna los valores de la sociedad, los expresa y trata de reproducirlos; y de la misma manera puede en algún momento simplemente diluirlos, negarlos o destruirlos.

Si la propia idea de lo político no se construye y se reconstruye constantemente en las aulas; si las personas desde que empiezan a pensar y a vivir no se entienden a sí misas como un tejido de voluntades, movidas y alentadas por unas ideas comunes; si en nuestros espacios de formación desde la infancia no le damos vida a la idea de lo público, vivificándola y animándola en la cotidianidad del aprendizaje y la convivencia, asumiéndola como aquello que no nos pertenece particularmente, sino como la propiedad de todos, es decir, como patrimonio común, que nos trasciende en nuestros propios interés pero que a la vez está guiada en el fondo por estos; si no somos capaces de estas cosas esenciales y primarias, en vano pensamos en solucionar los problemas del país y en combatir la corrupción.

La vida humana debe convertirse en una forma auténtica de ser y estar en el mundo y para ello debemos dejar pensarnos como simples sujetos u objetos, y convertirnos en agentes, capaces de hacer y rehacer el mundo. De nuestra capacidad como agencia depende la capacidad en últimas de hacer del Estado, nuestras instituciones políticas y nuestros mecanismos de participación, el resultado de nuestro propio ejercicio, de nuestras acciones, decisiones y proyectos. De allí que sea tan trascendental pensar y reflexionar el papel de la educación como el lugar privilegiado en el que puede construirse y formarse este agente. Por ejemplo, la idea simple de bien común, por la cual nos decidimos a organizarnos conjuntamente, participando activamente, como un sistema orgánico vivo, y no como una simple suma de individualidades, tal como parece alentarlo la sociedad de la posverdad y del consumo, debe formarse en la escuela.

La educación debe promover una cultura política basada en el interés común y no en el interés por ejemplo del mercado de la demanda laboral, es decir, en el individualismo y el economicismo. La educación es el campo de batalla en el que se pelea nuestra realidad, nuestros intereses y a fin de cuentas nuestra propia vida y la vida común. La educación política debe ser en tal sentido una exigencia permanente de la sociedad, porque solo así esta puede garantizarse progreso y desarrollo, entendidos en términos de calidad de vida, goce efectivo de derechos y fortaleza del tejido social. En resumidas cuentas, acontecimientos como el del pasado domingo deben interpelarnos acerca de los males de nuestra sociedad y deben llevarnos a buscar sus raíces. Los resultados de la consulta anticorrupción solo puede leerse positivamente si se convierte en el punto de partida de una reflexión profunda, si se pueden entender como el síntoma de una enfermedad que demanda atención y tratamiento efectivo y que no va a desaparecer con soluciones superficiales e inmediatistas.

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[1] Se refiere a Francisco Maturana y su popular frase “perder es ganar un poco”.

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