Hace pocas semanas en nuestra querida Cartagena se llevó a cabo, en el marco del Parlamento Internacional de Escritores, la premiación del Primer Concurso de Crónica organizado por la rRevista CIUDAD PAZ. Este hecho ratifica que el vínculo literatura y periodismo no es ni casual ni fortuito. Ambas “lecturas” de la vida diaria se encuentran interrelacionados. Por eso vale la pena profundizar en este aspecto que enriquece a ambas partes. Estamos frente a un vínculo que alimenta la cotidianidad y el arte de escribir bien.
Es un hecho que un buen periodista debe tener una mente muy analítica. Por eso es necesario que sea un observador acucioso, que no pase por alto ninguno de los aspectos del diario transcurrir. En este orden de ideas, su formación implica estar al tanto de todo lo que sucede a su alrededor, no sólo en lo referente a lo noticioso, sino, principalmente en lo que tiene que ver con la cultura en que se está inmerso, la historia de la humanidad y las vertientes de pensamiento. Ser escrutador es adquirir el compromiso frente a la sociedad, pero también le debe un respeto profundo al poder seductor de la palabra. Así pues, su relación con el arte de escribir es estrecha y forma parte fundamental del ejercicio de su profesión. No basta con contar hay que hacerlo de manera que se muestren todas las aristas de forman el todo de un determinando asunto, pero es indispensable hacerlo con claridad, de manera directa, amenamente y con una estética impecable. Así las cosas, únicamente cuando se ama la literatura se consigue el objetivo de la excelencia.
Si nos remitimos a la historia de la Literatura es un hecho que desde los años del bachillerato nos hablaron del Mester de juglaría como el primer radio periódico conocido en español. La natural curiosidad de los humanos y su especial interés en vivir enterados de la vida y milagros de nuestros congéneres, son el caldo de cultivo para llevar de un lado a otro toda clase de historias. No siempre lo narrado era fiel a la realidad, pero estoy segura que la imaginación no hacía perder la esencia de los hechos, ni tampoco impedía la libre interpretación de los escuchas. Sin embargo, bien lo sabemos, mucha de la aceptación del relato depende exclusivamente de la destreza en el manejo del lenguaje. Así pues, el periodista no lo es hasta que no entiende en vínculo profundo que debe existir entre la creación literaria y su quehacer cotidiano.
Es bien conocido que siempre se ha considerado que la crónica periodística suele ser el inicio de un gran relato. Y es verdad que en algunas ocasiones. La imaginación de los autores se impone sobre la realidad. Basta con echar una ojeada, desprevenidamente, a cualquiera de las Crónicas de Indias de los diferentes conquistadores de nuestro continente. Tanto así, que más de 500 años después todavía algunos ingenuos europeos siguen esperando encontrarse con acontecimientos verdaderamente fantásticos. De tal modo, que hechos aparentemente cercanos al periodismo podría entrar en la literatura de manera definitiva, alejándose de toda posibilidad de objetivismo, para acercarse a los caminos de la ciencia-ficción, como si se estuviera en los terrenos de unos Julios Verne de habla castellana.
Evidentemente la narrativa siempre se ha nutrido de las noticias más insólitas. Es bien conocida la anécdota que narra cómo Gustave Flaubert parte de una noticia lacónica en la que se hablaba del suicidio de una mujer para construir un relato que ausculta el alma femenina con todas las aristas propias de nuestra condición de mujeres. Emma Bovary, por lo tanto, no emerge de la mente del escritor, sino que deambuló, en cuerpo ajeno, por los sitios de la provincia francesa. De algo que no pasaba de ser caldo de cultivo para la crónica roja; el novelista elabora un escrito donde el autor consigue el engranaje ideal entre la fantasía y la cotidianidad, de forma tal que el lector no logra delimitar donde termina la una y empieza la otra. Es un lazo indisoluble que reafirma que la realidad también es aquello que tenemos en la imaginación y que la fantasía siempre tiene sus raíces primigenias asentadas en lo real. Es la vida misma: el sueño, la ilusión, lo meramente subjetivo son verdades tan inobjetables como la imaginación lo permite. Eso es todo.