No es fácil escribir unas pocas palabras sobre alguien tan cercano como mi hermano de oleos Carlos Villalba Bustillo. No sé cuándo nos conocimos porque los recuerdos se remontan a mi infancia.
Mi padre y él fueron tan cercanos que, sin hablarse el uno sabía lo que estaba pensando el otro. Se llevaban casi veinte años de diferencia, motivo por el cual don Rami lo llamaba “el adolescente Villalba”. Contaban que se habían conocido a finales de los años 50, en la Asamblea de Bolívar, cuando el joven estudiante de derecho iba a oír los debates. Hablaban como lo que eran: dos personas que querían un país democrático. Sentían pasión por el periodismo de opinión como arma de combate. Su inteligencia y capacidad de raciocinio eran la forma de buscar que el Estado colombiano fuera justo y equitativo.
Adulto le pidió a mi papá que fuera su padrino de confirmación. Para convencerlo, le dijo que no lo estaba porque el padrino que de niño habían designado el doctor Patricio y Julita había muerto y qué él había escogido otros dos que también habían fallecido. Mi padre lo miró y sonriendo le contestó: “Adolescente, vamos corriendo a hablar con Monseñor Gándara. No está quiero morirme por ahora”. Lo que sucedió ese día lo contaban entre risas los dos. Según ellos, Villalba únicamente presentó “renuncia protocolaria a Satanás, sus pompas y vanidades”. Gozaban como nadie con esa anécdota. Me convertí en hermanita de óleos de uno de los hombres más brillantes, dignos y honorables del país.
Carlos Villalba poseía uno de los mejores sentidos del humor que he conocido. Era lo que se llama en colombiano, un ‘gozetas’. Le ponía apodos a todos y quedaban tan bien ‘bautizados’ que nadie volvía a acordarse de su nombre de pila. Siempre he creído que la ironía, el chiste elegante, la sonrisa casi dibujada es propia de las mentes superiores y a él eso le sobraba.
Era serio, disciplinado, estudioso, lector sabio, escritor profundo, jurista, periodista comprometido, académico excepcional. Alguien que no transaba cuando de la moralidad se trataba. Odiaba la injusticia, esa tan frecuente en nuestro país. Eso lo enfurecía y lo perturbaba espiritualmente. Todo lo que fuera abuso del poder lo denunciaba con una gran valentía y entereza. Sus columnas revelando actos de corrupción política eran constantes y siempre muy bien sustentadas.
En los años posteriores al asesinato de Guillermo Cano Isaza, Carlos, junto con mi padre, José Salgar, Fernando Plata Uricoechea, Fabio Castillo, Darío Bautista y otros periodistas de opinión formaban parte del Consejo Editorial del Espectador. Las amenazas contra la vida de ellos y sus familias eran constantes. Fueron, quizás, los días más duros que vivimos. Ellos jamás se rindieron ni callaron. Al contrario, el valor y el compromiso con la sociedad estuvo firme y fue prioritario. Valentía que nos inculcaron a los que compartimos esas experiencias.
Hoy se ha ido. El mejor consejero y apoyo moral que tuve cuando volví a Cartagena después de que mi padre falleció. Sin sus palabras y sus gestos generosos no sé cómo habría sobrevivido a tanto dolor y dificultad. La familia Villalba Bustillo me permitió sentirme viva de nuevo. ¡Cuánto agradecimiento! Ahora Carlos, por favor, dile a Don Rami, que estoy bien y que seguiré luchando por lo que ustedes me enseñaron.