Para la Literatura Universal y para los investigadores de nuestras letras americanas Juan José Nieto Gil1, con Yngermina o la Hija de Calamar es el iniciador de la Novela Histórica en nuestro país, así como Juan Rodríguez Freyle (1566-1640), es el primer cuentista de la Colonia, la madre Sor Francisca Josefa del Castillo y Guevara (1671-1742), es la poeta mística de nuestras letras y el Padre Bruno de Solís y Valenzuela (1616-1677) es el autor de la primera obra teatral en el Virreinato de la Nueva Granada.
Cabe anotar que la Novela Histórica surge cuando aparece en Europa Waverly Novels, una serie de relatos de sir Walter Scott, en las que se narra la revuelta jacobina, las vicisitudes de una banda de gitanos de Escocia o la aparición de Robin Hood, un jefe de bandidos montañeses que roba a los señores feudales para ayudar a los pobres; las leyendas y tradiciones de los campesinos de Escocia y de los campos florecidos y pródigos de Inglaterra, las sagas de héroes legendarios y el surgimiento de nuevas familias de nobles, presentadas inicialmente como obras anónimas, señalan la aparición de la novela histórica en la Literatura Universal a finales de 1820, cuando el Rey Jorge IV le otorga el título de Barón de Abbotsford al “último de los cantores celtas” que durante toda su vida había añorado ser un señor feudal.
La Novela Histórica a diferencia de otras narraciones que requieren de una serie de ingredientes, solo se nutre de personajes históricos que deben ser recreados sin el sentido poético de la ficción.
A Walter Scott (15 de agosto de 1771- 21 de septiembre de 1832), una de las más prominentes figuras del romanticismo inglés, le cabe el mérito de ser el primer novelista que se empapó del pasado y dio un tratamiento realista a la historia al hacer aparecer ante la realidad personajes históricos que recogió de los romances cantados, de la historia tradicional, de los cuentos y costumbres que narraba la gente humilde en el clan de Bucolengh, en su Edimburgo del alma. Fue el verdadero poeta popular de la época, fama que solo pudo discutirle el genial y maravilloso Lord Byron.
En nuestro país, la Novela Histórica ha tenido un campo reducido, aunque algunas obras han sobresalido, otras son narraciones híbridas y mediocres que tomaron personajes históricos, no para recrearlo tal como fueron, sino para recrearlos como hubiesen querido sus autores que fueran, siendo obras esperpénticas, basadas en la cursi anécdota y en la tradición.
Aunque últimamente ha habido una corriente de intelectuales que han querido desconocer el importante papel del escritor nacido en el paraje de Cibarco, esgrimiendo sin fundamento histórico que es el poeta José Joaquín Ortiz (1814-1892) el primero que escribe una novela histórica, es Yngermina o la Hija de Calamar (1844), la obra que inaugura este género de novelas, en la que su autor, el entonces exiliado Juan José Nieto Gil, revive la historia contada mil veces del conquistador que es vencido por los efluvios amorosos de la rosa fragante de una india a la que ha visto desnuda a la orilla de las cristalinas aguas de un jagüey. Tema recurrente entre los cronistas desde que Fray Bartolomé de las Casas publicó su Brevísima relación de la destrucción de las Indias.
El último Rey de los Muiscas (1884), novela Histórica de Jesús E Rozo, escrita en Guatavita y dedicada a Lorenzo María Lleras, a quien le dice: “Tengo la satisfacción de dedicaros El último Rei (sic) de los Muiscas fruto de algunas meditaciones en mis ratos de ocio… Si el público recibiere con aprecio mi Novela –Histórica, el honor que de ahí me viniere, lo deberé lo deberé en gran parte a vos”. La novela comienza con el epígrafe “La Historia de los reyes es el martirologio de los pueblos”.
Es importante decir que el género de novelas en nuestro continente es reciente, pues sus orígenes datan de 1816 al publicarse en México El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), que es la primera que se publica en Hispanoamérica. En los trescientos años anteriores hubo crónicas, poesía y teatro, además hubo plagios entre cronistas y crónicas de crónicas, pues se escribía sobre todo y sobre quienes escribían. En España esperaban que el rey diera el aval de la publicación de la Crónica para que inmediatamente Cronistas de Indias, que nunca vinieron a esta parte del mundo escribieran libros y largos textos, sobre el texto publicado.
Y la novela en esta parte del mundo también surgió como en España: Novela Picaresca. Y con todo parecido: relato en primera persona, con un realismo descriptivo, aventuras sucesivas en las que el héroe pasa de amo en amo y de oficio en oficio, preferencia por lo sórdido. El Periquillo no es un pícaro sino un débil de carácter. No obstante, la mejor obra de Lizardi fue Don Catrín de la Fachenda, y además fue el precursor de los Cuadros de Costumbre. La influencia de Lizardi no tuvo límites y en 1847, el guatemalteco Antonio José de Irrisarri (1776-1868) publicó El Cristiano Errante, novela autobiográfica picaresca.
Al Nuevo Mundo le cabe un gran mérito, pues tuvo primero una novela histórica antes que España. En 1826 apareció en Filadelfia Jicoténcal, primera novela histórica de autor anónimo escrita en castellano, aunque se le atribuye al padre Félix Varela (1788-1853), un sacerdote cubano que vivió muchos años en México. El autor eligió a Tlaxcala como escenario y a héroe a Jicoténcal. En otros países como Argentina, Vicente Fidel López (1815-1903), en 1845 publicó en folletos La novia del hereje, en la que narra la expedición del pirata Francis Drake entre 1578 a 1579 a Lima.
A finales del siglo XIX, Felipe Pérez escribió El caballero de Rauzán con un personaje decadente. Soledad Acosta de Samper publicó, en 1885, Los Piratas en Cartagena. Otro tanto realizó Eustaquio Palacio con El Alférez Real (1886) donde su personaje don Manuel de Caicedo y Tenorio no trasciende más allá de los límites de la historia. Sin lugar a dudas, una de las mejores novelas históricas de nuestra patria es Soraya (1931) de Daniel Samper Ortega, que cuenta los amores tormentosos del virrey Solís con doña María Lugarda, conocida como la Marichuela.
Al final la realidad y la ficción se confunden, pues ambos terminan en conventos vistiendo los hábitos de las Clarisas y de los Recoletos de San Francisco de Asís. El General en su laberinto (1987) que pudo ser la novela histórica colombiana por excelencia, por el personaje y por el autor, juega más la anécdota cursi y la tradición que la propia historia. Al final, el personaje es lo que quiere el autor: virtual y esperpéntico.
Pero, son brillantes los retratos esperpénticos que hace Walter Scout de Juan sin Tierra y de Ricardo Corazón de León en Ivanhoe o en The Talismán, los de María Estuardo y Catherine Seyton en The Abbot (el Abate) o la reconciliación entre celtas y sajones después cientos de años de lucha en La Dama del Lago (The Lady of the lake) y la maravillosa historia de la Canción del último Trovador (The Lay of the last Minstrel). En sus obras cimentó las orientaciones de la futura novela histórica.
En este sentido, el desarrollo de la novela histórica que en Colombia ha sido muy tímido y fugaz, el panorama literario ecuménico nos presenta a escritores de la talla de Scout, Fenimore Cooper, Hawthorne, Charles Dickens, Thakeray, Gogol, Tolstoi, Manzoni, Víctor Hugo, Alejandro Dumas, padre e hijo, Tomás Mann, Günter Grass, Pérez Galdós, Sienkiewics, Alfonso Bonilla Naar, Germán Espinosa y García Márquez.
De todas maneras, el valor de una novela histórica no depende del criterio subjetivo del autor, sino de la fuerza real y convincente de sus personajes, tal como son, así como lo hizo hace más de siglo medio, el plebeyo y cojo Sir Walter Scout, con sus anónimos relatos de Waverly Novels, cuando sacó de las entrañas de la tradición y del olvido la historia de Robin Hood, el ladrón que por robar a ladrón, la corte del rey Arturo le dio cien años de perdón o como lo hizo el General Juan José Nieto Gil, con Yngermina o la Hija de Calamar, que viene a inaugurar en el país la Novela Histórica, para bien de las letras colombianas y para satisfacción de la Literatura Universal.
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[1] Enrique Anderson Imbert, “Historia de la Literatura hispanoamericana”, Tomo I, Fondo de Cultura de México, 1974, 6ª.edición. Pág. 272. Arango Ferrer Javier: “Horas de Literatura Colombiana”, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1978. Pág. 98