Hace poco, a causa de cierto hecho público de nuestra vida nacional, se suscitó una discusión en torno a la Fuerza Pública. Se discutía sobre las técnicas y prácticas de entrenamiento y, a fin de cuentas, sobre la imagen de las Fuerzas Armadas en Colombia y su vocación.
A partir de allí, las posiciones han estado divididas y, como de costumbre en el país, polarizadas. De un lado, algunos han estado afirmando sin miramientos que las Fuerzas Armadas son una institución corrupta y represiva (aclaro que lo dicen como ofensa, cosa que es muy tonta, pero ideológicamente bastante reveladora), que están permeadas por ideas extremistas y enfermizas, al tiempo que no han hecho más que servir a los poderes más oscuros y criminales.
Otros, por otra parte , menos jóvenes, menos numerosos y menos populares, han salido a hacer tontamente el juego y han tomado la posición de polo opuesto, defendiendo irreflexivamente y también sin miramientos a las Fuerzas Armadas, como si los 'falsos positivos', los vínculos con el paramilitarismo y múltiples escándalos de corrupción fueran cosas ocultas a la opinión pública, o como si, simplemente, la experiencia del trato con uniformados no hubiera dicho a la mayoría que algo anda mal allí.
Lo interesante de esta disputa es que ha revelado la existencia dos posiciones, contrarias, extremas, aunque iguales de perjudícales, una de las cuales está mucho más de moda y se ha extendido, tal como la izquierda cultural lo ha venido haciendo: como por inercia y apelando a liberalismo de derechos que con tanto éxito se impone en la actualidad. Además, esta disputa incita y provoca a considerar posiciones mucho más realistas que puedan ayudar a pensar en el lugar de la fuerza pública en nuestro país, su especificidad y su relación con la ciudadanía en tiempos actuales.
Lo que es claro es que nuestra organización social y política supone necesariamente una fuerza pública armada, dispuesta a agredir, capaz de violentar, someter, reducir y matar- deshumanizada incluso, si hemos de ser verdaderamente realistas, porque es cierto que si los que tienen el poder, y más aún el encargo de usar la fuerza, pudieran hacer una reflexión antropológica, ética y política sobre la humanidad, quizá no podrían cumplir su función, que demanda pasar en muchos sentidos por encima de la idea de humanidad. La fuerza no está hecha para ser como el resto de las personas, por lo que su formación debe ser radicalmente diferente.[1] Esto es algo que se comprende bien alrededor del mundo y que solo desde el pacifismo irracional puede despreciarse. La milicia tiene que ver en esencia con la construcción de seres muy particulares, dispuestos a cosas que para la mayoría que desconoce el sentido político cultural y moral de su existencia, es absurdo.
Quien dice que esto no es así o que no debería serlo nos conduciría a dar una discusión sobre los fundamentos de la sociedad, el contrato social, de la posibilidad de organizarse políticamente más allá de la idea de Estado y otros temas, lo cual puede ser intelectualmente muy interesante, pero absolutamente nada productivo, útil ni relista, porque lo único que tenemos claro por lo pronto es que el sistema político en el que existe el Estado, existe la fuerza y se controla a la gente a través de la fuerza, es el que tenemos y no hay otro posible a ningún plazo. Por mucho tiempo será de tal modo, así que bien podemos anclar allí, en esta realidad objetiva.
Pese a lo anterior los grandes valores que sustentan la necesidad de la fuerza, en el imaginario de la mayoría en Colombia, ya no existen. La lealtad, el sentido del deber y del honor, el sacrificio, la subordinación, la disciplina, los entrenamientos extremos, etc., han perdido el sentido y carecen ahora de significado, sobre todo porque ya nadie parece ver en ellos la representación de los legítimos y valiosos ideales que encarnan las Fuerzas Militares. De allí que sea necesario considerar los diferentes motivos por los cuales esto ha ocurrido y, sin cuestionar su razón de ser, sus ideales y en muchos sentidos, sus métodos, considerar la manera de ligarlas de nuevo a la ciudadanía, por la cual existen.
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[1] Por ejemplo, al rededor del mundo existen pruebas que podrían considerarse inhumanas o de tortura y que son parte del sentido profundo de la fuerza. Por ejemplo, el Crisol en EEUU, es última prueba tras 13 semanas de entrenamiento. Allí Los reclutas se someten a 54 horas ininterrumpidas de experiencias y simulaciones de guerra, literalmente “hasta que los brazos y las piernas arden”; disponiendo estos tan solo de seis horas de sueño, privados parcialmente de agua y alimento. Los Navy Seals se someten a la “Tortura del Surf”, que implica tumbarse en la orilla del mar con la cabeza hacia el agua. De manera que este, a una temperatura de 18 grados, invade la cabeza con el constante de las olas. Una y otra vez. En el ejercito de Corea del Sur los soldados se entrenan en temperaturas de 20 grados bajo cero. Cruzando ríos congelados rifle en mano. Estos entre muchos otros casos.