Como es sabido, la idea de cultura en su sentido etimológico originario, tal como efectivamente la toma Nietzsche, remite a cultus y colere, esto es, a un vínculo profundo con la tierra.
Esta palabra supone una relación que establece el hombre con la naturaleza, con su subsistencia y con la de los que lo rodean. Pero más allá, el cultivo de la tierra, de donde originalmente procede la palabra cultura, entiende tanto los ciclos de la vida como los del propio cosmos, comprende el cuidado de un espacio que ha sido recibido de otros y que deberá en un curso determinado de tiempo volver disponerse para dar frutos y convertirse en alimento o medio para la existencia del hombre, de una familia o de una comunidad, incluso después del propio paso por el mundo.
Hoy, sin embargo, La palabra cultura ha quedado reducida, por un lado, a los significados ‘aburquesados’ que ha adquirido en el mundo moderno y posmoderno. Allí se la emplea de forma vulgar para designar, por ejemplo, un grupo humano ‘premoderno’ (‘la cultura Calima’), para identificar un grupo de individuos ligados ideológicamente (‘la cultura hippie’), o para denotar un cierto grado de conocimiento (‘aquella persona tiene cultura’). Por otro lado, se ha convertido en una especie de mercancía dentro de un cierto lenguaje Neoliberal que en nombre del consumo etiqueta todo como cultural.
El mejor ejemplo de lo anterior es aquello que se ha venido a denominar Economía Naranja, la cual se concibe como un instrumento de ‘desarrollo’ y ‘progreso’ cuyo centro está constituido por la creación, producción y distribución de bienes y servicios caracterizados en su conjunto, fundamentalmente, por ser de tipo “cultural” y creativo. Esta idea, que fue muy sonada como propuesta del gobierno en curso y que ha resultado muy poco efectiva, no es más que la expresión clara de cómo el sistema economicista ha sabido convertir los contenidos más preciados y estructurales de la sociedad en simples objetos con valor de uso y de cambio.
La noción de cultura, que supone la conexión que cada individuo debe tener con su pasado, esto es, con la tierra, los antepasados y la tradición; y con su futuro, que es la misma tierra que habita, los que vendrán después y toda la herencia tangible e intangible que dejará en manos de los suyos; esta idea espiritual, que es un estar en el centro como receptor, transmisor y heredero de algo que trasciende y que va más allá de cada uno, de la cual brota por inercia la política en su sentido más profundo, es hoy por desgracia solo un medio más para saciar a una sociedad nihilista sometida a ideas fáciles y mediocres de placer e individualidad.