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La noche feliz de Juana La Fea


“En el amor la última palabra siempre la dice el corazón”. M. de la T.

La historia de Juana la Fea la escuché una mañana del mes julio en la matanza del viejo Mondaseca, hace más o menos medio siglo, cuando yo andaba agarrado de la ancha falda de cuadros abigarrados de mi abuela Ismenia, en tiempos en que tan solo se hablaba de caimanes y violencia, y de la llegada de los hidroaviones que apenas comenzaban a sobrevolar el cielo de la patria y con sus ruidos estridentes asustaban los manatíes dormilones y las hornadas de goleros atrevidos que retozaban a lo largo de las albarradas de los pueblos aledaños al río.

Juana la Fea era entonces una zagala de quince años, que jamás arrancaba un piropo de cumplido a los jóvenes de su tiempo y tampoco una frase morbosa a los viejos otoñales y cloróticos que deambulaban por los parques. Realmente era fea y por eso la llamaban así, pero Dios que es muy sabio, además del corazón de paloma con que la había premiado también la había dotado de un hermoso cuerpo que exhalaba una fresca fragancia que hacía suspirar en silencio a más de uno. “Lástima por la cara de puño que tiene” decían. Y era así.

Todo el mundo le decía Juana la Fea y no había una razón para que yo, que entonces comenzaba a vivir mis primeras pasiones en las culatas de la casa, escondido de la mirada severa de Dona, mi mamá, con Martina, la pata tuerta, no la llamara como las otras personas. Además del corazón frágil y sensible de paloma, era la mujer más sencilla y la más querida de todas cuantas en mi vida de felicidad y de infortunios he conocido. La gente la quiso mucho y con el paso del tiempo, cuando ya me había ido de mi pueblo, su nombre adquirió una aureola llena de mitos y leyendas.

Contaba la gente que una mañana apareció fresca y radiante, muy cerca de la orilla del río donde estaba Mojarraloca, el Orfeo del millo encantado. Ella misma vociferó con alegría y emoción que la imagen de la Virgen de la Candelaria, a quien muchas veces le había pedido con humildad que le diera fuerzas para soportar las burlas que hacían quienes decían ser sus amigas, la había premiado y la había convertido en la mujer más bella del mundo.

Yo que para esos días ya me había largado de mi pueblo, agobiado y cansado por las muchas crecientes y por los tantos polvos echados en la calle y en los traspatios, escuché la historia casi treinta años después en casa de mi hermano Eddie, de boca de un brujo de la sierra que vendía ungüentos contra el amor y leía la suerte pasada de las mujeres viudas. Contaba todos los pormenores y con tantos detalles que me pareció una mentira más de las muchas que yo había dicho y también había recibido en mis correrías de vendedor de purgantes a la gente que habitaba en los pueblos de la ribera.

Todo ocurrió una noche del mes de febrero, en tiempos de carnavales, cuando la gente bailaba en temple en el fandango y las mujeres con toda clase de disfraces cobraban a sus parejos un beso furtivo pero lleno de amor o una arropilla de felicidad, y ellas en contraprestación entonces en el tibio amanecer cuando en el cielo tenían como único testigo al mítico boyero, llenas de sudor y de cansancio y con el alma imbuida de sueños y quimeras, le entregaban entonces la flor ardiente de la felicidad. Esa noche Juana la Fea, por expresa voluntad de la Virgen fue convertida, como cenicienta, en la mujer más bella del mundo.

Juana la Fea no quería asistir al fandango, propio en la última noche del carnaval, por su fealdad y por no exponerse a los desprecios y vacíos de los efebos que siempre le miraban con deseos el apetitoso tafanario, pero jamás le decían una sola frase de cumplido. Impulsada por los requerimientos de una hechicera que para esos días había llegado de Chimichagua a ayudar a un candidato a la alcaldía, y por las voces de aliento de muchas de sus envidiosas amigas que cuando estaban cerca de ella le decía “lástima tu cara porque tienes el culo más bello del pueblo”, fue hasta el taller de don Nicolás de la Matta, un terracotero sabio que siempre andaba con el chuzo en la mano cazando babillas y zorras jóvenes, porque según el mismo decía, la carne de la zorra joven es más apetitosa que la carne de la zorra vieja. Le hizo una máscara de mujer con trozos de papel y barro y luego fue desinfectada y sometida a un extraño sortilegio y a una ceremonia de hechicería.

La noche del fandango y cuando la fiesta estaba en todo su apogeo, un joven que pretendía a la mujer de la máscara más bella, se llevó a Juana la Fea al patio para conocer su rostro y cuanta no sería la sorpresa de la joven, que había opuesto una tenaz resistencia, que cuando claudicó ante la insistencia del joven por quien ella suspiraba, la máscara se le había adherido al rostro como si fuera su propia cara. Desde ese día Juana la Fea, siguió siendo la mujer más bella del mundo y siempre fue querida por sus amigos del pueblo porque consideraban que la Virgen con ese milagro había hecho justicia al darle un nuevo rostro a quien tenía el alma de oro y un corazón ardiente que atraía y alegraba al más triste de los humanos.

Juana la Fea se me perdió de la memoria, así como apareció una tibia mañana en la carnicería del viejo Mondaseca. He traído desde los más lejanos lugares de mi destartalado almario esta historia porque hace días escuché una en Pueblo Bonito, mi tierra, y en la que contaban que Agripina Malaparte, una joven escluencle y desgarbada, fue premiada con una panocha enorme y suculenta por un Cristo mocho de cabello afrodescendiente que anda haciendo toda clase de milagros por aquellas tierras.

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