La pandemia de COVID-19 que nos azota, ha permitido que veamos de forma más cruda, varias cuestiones reales que nos hemos empeñado en barrer bajo la alfombra, para no fallarle a esa promesa tacita con la que cada uno de nosotros llegamos al mundo. El compromiso social de ser 'políticamente correctos', para tratar de mantener un pseudo-halo de paz que nos permita vivir o medio vivir y relacionarnos con los demás.
Sin embargo, no hemos logrado quitar de nuestra mente las muchas formas de discriminación, sino que, por el contrario, hemos aprendido a vivir con ellas y a manifestarlas a través de opiniones y comportamientos, llegando a ser tan naturales que no les vemos parte negativa.
Una de las formas de discriminación que se mantiene, está marcada en el color de nuestra piel, pues se ha establecido como natural la asociación de ciertas acciones, profesiones, incluso delitos y posiciones sociales con el color de piel con el que cada uno de nosotros nacimos, al igual que se ha vuelto muy natural ser ‘racistas’ mientras decimos que no lo somos.
Y es que cada vez es más fácil vivir envueltos en nuestros propios prejuicios: caminar por la calle y cambiarse de acera porque se acercaba una persona negra; o salir al mercado y al ver una vendedora indígena tutearla y automáticamente llamarle ‘María’, ‘mijita’ o ‘mamita’; o al ir en un medio de transporte público y ver a dos mujeres mayores, una de piel clara y bien vestida y otra poco arreglada y llevando carga, escoger a la mujer bien vestida para cederle el asiento, etc. De estos ejemplos, vi muchos desde que era muy pequeña, quizá más de los que pudiera contar, pues pasé los primeros 15 años de mi vida, viviendo a una cuadra de uno de los grandes mercados de abastecimiento y pescadería de la ciudad de Quito, ayudando a mi mamá a atender su tienda de víveres, luego de la escuela, y al interactuar con tantas personas diferentes, me fue inevitable relacionar como los comportamientos entre las personas iban cambiando al interactuar, con personas de uno u otro color de piel, pues aunque sea una verdad incómoda, este factor ejerce mucho poder en nuestras relaciones.
Esto se debe a que, como generalmente sucede, aprendimos solo la mitad de esta lección. Entendimos que la esclavitud se erradicó, aunque en muchos espacios del planeta sea solo en papel, y también aprendimos que la discriminación y segregación racial solo destruye a la humanidad. Sin embargo, hemos mantenido comportamientos discriminatorios en nuestra forma de hablarle a personas de distinto color de piel y en cómo nos comportamos con ellos. Entendimos que cada ser humano tiene un valor incuantificable, pero no ha terminado de quedarnos claro que ese valor no está en nuestro color de piel sino en la calidad humana de nuestras acciones.
Tantas lecciones a medias solo nos han impedido hallar nuestra calidad humana, entender que antes de ser indígenas, mestizos, blancos, negros, amarillos o cualquier otro color usado en las planillas de encuestas para definirnos étnicamente, somos seres humanos que, en general, tenemos capacidad de pensar, sentir, amar y actuar. Y aunque esta sea una de esas verdades incómodas, de esas que no nos agrada escuchar, hemos dejado que nuestros prejuicios, en mayor o menor escala, nos controlen; que un poquito cada día, nos roben esa escasa calidad humana que tanta falta nos hace, pues ahora más que nunca necesitamos ser humanos, reconocernos como miembros de la única comunidad universal, para no discriminarnos por la piel, el sexo o las preferencias ideológicas, para ser solidarios con quienes más lo necesitan, para no ser cómplices de nuestra propia extinción.