Desde hace más de 20 años he trabajado –en comunas y barrios populares en ciudades como Bogotá, Cali, Medellín y Buenaventura– con jóvenes infractores de la ley penal recluidos en centros de reclusión de menores y en cárceles. ¡A los 19 años aún se es niño!
Hace más de 20 años me enamoré de un niño de dos años, en un barrio llamado Mojica, en el Distrito de Agua Blanca, en Cali. Llegué en la camioneta que el hoy extinto DAS había facilitado para mi protección por amenazas de muerte, acompañada por dos escoltas y compañeros defensores de derechos humanos. Soy una mujer blanca, de estatura alta y de contextura delgada. Obvio, llamé la atención inmediatamente.
Mojica es un barrio que colinda con la Colonia Nariñense. Ambos barrios han sido estigmatizados y golpeados por la violencia, y entre ellos se presenta una división territorial con ‘fronteras invisibles’. Esta división es impuesta por las comúnmente conocidas como ‘pandillas’. Cada uno de sus líderes ejerce sobre el territorio delimitado un absoluto dominio. Solamente había un espacio que todos respetaban: una casa de tres pisos donde funcionaban, para cualquier parte del territorio delimitado, un comedor comunitario en el primer piso, una biblioteca en el segundo piso y un centro cultural en el tercero, donde el arte y la música eran el escape de muchos de estos niños de la realidad. Era el único espacio donde todos podrían verse sin agredirse u odiarse por sus vínculos familiares de pandillas. Mi visita, que era de carácter humanitario y obedecía a que estaban velando a un niño de 14 años que había muerto a manos de la violencia ‘normal’ que se registraba en la zona.
Mi primera impresión al llegar al barrio –como mujer, como defensora y como persona– fue la tranquilidad y la normalización de la violencia en sus calles polvorientas. Los niños y niñas corrían como si la muerte les fuera natural, las casas de puertas abiertas seguían con su rutina. Al llegar hasta la casa del menor muerto, su papá estaba en el solar jugando dominó con cuatro vecinos. Al hablarle de la muerte de su hijo, su respuesta fue: “ya me han matado cuatro, tengo otros cinco más”. Mis ojos se aguaron al entender que mis lógicas no lo eran tanto en ese lugar. Al ingresar a la sala de la casa, donde se encontraba el féretro –algo muy natural para ellos, pues es el sitio histórico velación y muy raro para mí, acostumbrada a otras cotidianidades– la mamá tejía algo para uno de sus nietos. Dentro de su tristeza me logró hacer entender que todo ello pasaba a diario, que sus hijos mueren y que es parte de su normalidad… Con voz cansada y afligida me dijo: “pasado mañana, después del entierro, doctora, regresaré a trabajar, porque si no, ¿cómo mantengo a mis otros pelaos?”.
Hablé con niños y niñas, de sus sueños, de su vida. Niñas que a sus nueve años de edad contaban que sus anhelos era ser la mujer del jefe de la banda, del matón del barrio, del asesino con moto. Muchas de ellas hiper sexualizadas por su mismo entorno. Los niños me respondían que su sueño era pertenecer a la pandilla en la que sus hermanos, primos y familiares estaban vinculados, tener moto para ‘levantar’ una niña que les gustaba para que fuera su mujer y llegar a ser jefe de la pandilla.
En Cali, niños de nueve y diez años son ‘usados’ como asesinos para matar a los cabecillas de las bandas delincuenciales. ¿Quién no confía en un niño, con la inocencia de 10 años? A muchos de ellos, posteriormente, los encontré durante mis recorridos carcelarios. Presos por hurtos, homicidios, porte de armas o tráfico de estupefacientes, pero los encontré con vida.
El niño que mencioné al inicio del escrito, el que tenía dos años y quien desde que me bajé del vehículo me siguió en cada uno de los espacios que visité, tenía un disparo en una pierna, andaba en un pañal que, de verdad, llevaba más de medio día puesto. Le llamé mucho la atención, lo cargué por un buen rato. Andaba en la calle, solito, con sus amiguitos… corriendo de aquí para allá. Le pedí a varios residentes del sector que me dijeran dónde estaba su casa. Hablé con su abuela, quien me contó que una vez el niño salió detrás de un balón y pasó una línea invisible que divide la zona y le pegaron un balazo en la pantorrilla derecha. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pregunté por la madre y el padre del niño, que aun tenía en mis brazos y su respuesta muy pausada, tal vez ya cansada, fue que no sabía quién era el padre, pero que a su hija hacía seis meses la habían matado al frente de su casa, a balazos por una retaliación de pandillas. Ese día la mataron a ella y a dos hijos más.
Mi instinto me dijo que debía hacer algo por ese hermoso niño que me había seguido desde que inicié el recorrido en Mojica. Le pedí a su abuela que me lo diera en adopción, y hoy tendría un hijo de más de veinte años. Su primera respuesta fue cuánta plata le daba por él. Mi corazón realmente no aguantó el dolor. El niño creció, entró a la dinámica de su entorno y murió a los 15 años con un prontuario de delincuencia en su corta vida. Uno de tantos otros que en Colombia mueren por falta de oportunidades, por la normalización de la violencia y por la indiferencia de todos.
Aún no me acostumbro a ver, a diario, a jóvenes muertos por la violencia del país, ver a muchos jóvenes que han huido de las violencias de sus hogares para refugiarse en bandas y delincuencia organizada por sentir que son parte de algo. No me acostumbro a la prostitución infantil por ninguna causa. No me acostumbro al dolor de muchos niños que prefieren tomar un arma, para afrontar realidades sociales, familiares y huir de sus realidades. Aún no me acostumbro a la normalización de la violencia y justificación de las muertes. No me acostumbro a que podamos dormir en paz cuando muchos niños y niñas no podrán hacerlo.
No se acostumbren.