Frente a los recientes hechos de violencia y orden público que han ocurrido en Bogotá hay entre muchos otros, dos puntos qué considerar, no sin antes decir que para el país es tan desafortunado que alguna persona muera a manos de alguna autoridad en un caso de abuso de fuerza, como el hecho de que funcionarios de una institución de la fuerza pública, incurriendo en un delito, terminen de deteriorar la imagen de la Policía, sean destituidos y vayan a prisión. Son ambas situaciones que se suman a la larga lista de desastres que vive el país en medio de una profunda crisis moral, social e institucional.
Lo primero que quiero señalar es que los medios han actuado de manera irresponsable, obrando como policía, fiscales y jueces, usando titulares, presentando videos y testimonios frente a un acontecimiento que por su posible impacto debería seguir un curso técnico y objetivo que evitara, o considerara por lo menos, lo que terminó por pasar. El impacto que causó en la población ver imágenes de este tipo, acompañadas de interpretaciones que no correspondían a un medio de información, se pudo ver hacia la tarde y la noche de los dos días siguientes, cuando una porción pequeña de la población decidió salir a protestar y en otros casos destruir los CAIs y otros lugares de la ciudad. Los medios, en su afán de amarillismo, en su inconciencia empujaron un problema al caos, con un costo altísimo material y social para la ciudad.
En segundo lugar, el manejo que se ha dado por parte de la Alcaldía acusando a la Policía de “masacrar a los jóvenes”, es terriblemente peligroso cultural y políticamente. Por un lado, una masacre es una expresión que por su naturaleza se refiere a hechos muy particulares y muy diferentes a aquellos en los que 11 personas murieron por disparos de armas de fuego de la policía. Aunque es desde luego probable que se haya disparado en algunos casos de forma indiscriminada, cualquiera que haya visto los videos o presenciado las escenas de guerra de las dos noches terribles que vivió Bogotá puede saber que se estaba atacando a la Policía sin contemplación, en la mayoría de los casos sin presencia del ESMAD.
¿Qué haría cualquiera armado ante la posibilidad de ser linchado por una turba que está dispuesto a matarle? ¿Debían los policías dejarse matar y dejar que destruyeran todo para que no se hablara de una masacre? ¿Cómo puede tomarse en la opinión pública el que la mandataria de la capital acuse así a la Policía y le dé la espalda?
Es lamentable lo que viene ocurriendo en el país, pero sobre todo ver el oportunismo de varios sectores políticos e ideológicos que instrumentalizan las tragedias para alimentar sus agendas electorales. Reconocer los problemas institucionales que vive el país y que afectan de manera profunda a la fuerza pública no puede significar darle la espalda, ni ponerla por detrás de los que utilizan el vandalismo y la destrucción para “expresarse”. El deber del país es exigir que sus organismos de seguridad funcionen de manera ética y responsable, así como respaldarlos frente a los que eligen la violencia o la incitan, como camino para lograr sus fines.
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