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EL VIVIDOR DEL PORTAL DE LOS ESCRIBANOS

* Siempre tuvo una escala de los vividores del país y del mundo.

Fortunato Baal de Valdehoyos descendiente de piratas por las venas de su padre y de sangre noble por la vía de la madre, de origen cubano, durante el tiempo en que vivió en la ciudad acrecentó la fama de vividor y de gigoló porque no hubo diva de regia estirpe, viuda ricachona, dama de alcurnia y pergaminos altisonantes, turista en busca de amantes salvajes, chaperona de candidata andina a reina de bellezas, de esas que llegan de año en año ávidas de aventuras para cobrarse las muchas noches de pasiones truncas o puta santa y arrepentida que no cayera en sus garras de gavilán pollero o que pudieran sobreponerse a los encantos fatídicos de su facundiosa y amena palabrería con la que podía desatar el más apretado nudo de pétalos, abrir la rosa más exquisita, saborear el néctar de una tierna flor, negociar y vender uno de los tantos monumentos históricos que hacían parte de su ilusorio patrimonio y levantar más de una ampolla llena de envidia entre sus congéneres.


- “Es la vanidad de los humanos y en especial de las mujeres”, explicaba a sus amigos, cuando estaba en la bohemia y buscaba congraciarse y ponerle encima la impronta de sus placeres a su víctima.


Nunca nadie lo vio levantar un palillo, y tampoco trabajar en oficina pública de burócrata y muchos menos en empresas privadas. Cuando alguien preguntaba por detrás “de qué vivía”, siempre la respuesta era la misma: de sus títulos nobiliarios. Pero eso sí, entraba a cualquier lugar a donde estaba vedado el acceso a otra gente, además de que hacía alarde de sus ancestros nobles, de la cadena de sus apellidos y de las cédulas reales, la primera tarjeta que salía de las oficinas de Protocolo era la de él.


Podía vestir elegantemente, o de la manera más estrafalaria, un día llevaba corbata roja, pantalón blanco y camisa azul, otras veces usaba el vestido propio de los safari, que según él mismo decía se lo había regalado un príncipe zulú, le importaba únicamente despertar la envidia entre el género masculino y llamar la atención entre las féminas, y a fe de que lo conseguía.


Como persona autodidacta consumada, aprendió a hablar ocho idiomas legales y más de veinte dialectos regionales, sabía de historia de la cultura, de las grandes batallas, aunque su fuerte era la crítica al arte, también conocía la economía mundial hasta el punto de que varias veces vendió la Catedral a inversionistas extranjeros y otras tantas veces fue a dar a la cárcel por estafador. Pero más demoraba en entrar que en salir, pues inmediatamente se conocía la noticia de su detención, el alcalde de la ciudad o el gobernador, llamaban para que le soltaran.


“Ese es nuestro único patrimonio nobiliario”, decían.

Como persona autodidacta consumada, aprendió a hablar ocho idiomas legales y más de veinte dialectos regionales, sabía de historia de la cultura, de las grandes batallas...

Hasta al Presidente de la República le tocó intervenir para que lo soltaran cuando fue detenido en el aeropuerto de Dakar con un contrabando de esbeltas zulúes.


Cierta vez vendió un paquete de acciones de una supuesta empresa de petróleos que tenía en el Chocó, a unos árabes que no desconfiaron de él por el apellido anquilosado en sus tradiciones religiosas. A un turista pastuso que andaba por las calles haciendo alarde de la plata que conseguía por la venta de cuyes asado, le vendió parte de la Torre del Reloj y a un ingeniero tolimense que pasaba vacaciones en la ciudad le hipotecó un trozo de murallas y el antiguo malecón de la Tenaza.


Siempre fue conocido como “el vividor del Portal de los Escribanos”, pues ese era su radio de acción en la ciudad, el mismo que utilizaron antiguamente las autoridades de la colonia para realizar toda clase de operaciones lícitas o ilícitas, aunque a veces con pasajes de cortesía él se desplazaba a las islas de las Antillas. Vivía en la Casa de la Moneda, de la que nunca pudieron sacarlo las autoridades, alegando que la había heredado de los bienes de uno de sus antepasados.


Aunque era un conocedor de la fragilidad de la razón humana y de la vanidad terrenal por los placeres, su gran fuerte para muchos era que se sabía de memoria la vida de cada familia de su ciudad, con sus defectos y virtudes, sus debilidades y sus fortalezas y también la vida de los más grandes vividores del mundo, a los que llamaba “hermanos”, cuando se refería a ellos.


Hablaba de Giovanni Giacomo, Casanova, el típico vividor a expensas de las mujeres y el don Juan de su época, pues no hubo plebeya o cortesana que no cayera en sus garras. Narraba la historia de Giuseppe Balsamo (1743-1795), conocido como el Conde Cagliostro, típico aventurero que puso a sus pies la Corte de Luis XVI, hasta cuando cayó en desgracia por el hurto de un collar de perlas. Hablaba de Rasputín y de la grandeza de su espíritu al poner de rodillas la Corte del Zar de todas las Rusias y sentía una pasión morbosa por Francisco Rabelais, sobre todo cuando hablaba de la historia de Gargantúa y Pantagruel.


Se sabía todos los pormenores que llevaron al obispo Talleyrand, cuando triunfó la Revolución Francesa que se quitó la mitra y la estola y se la puso a un asno como prueba de que estaba de parte de los revolucionarios. Siempre tuvo una escala de los vividores del país y del mundo.


Aunque se perdió del panorama del Caribe y en especial de Cartagena hace muchos años, creo que aún vive, pues hace pocos días supe que un turista italiano llegó a una notaría de la ciudad para legalizar la escritura de compraventa del Castillo de San Felipe de Barajas que le hiciera un ciudadano colombiano que vive en el Principado de Mónaco y ostenta el título de Vizconde de la Arepamediohuevo y no para de hablar de sus ancestros de pirata y de la nobleza, además se codea con los grandes empresarios del petróleo y la gente del jet set cultural, a quienes trata de cortejarle sus mujeres, mientras les vende el ungüento mágico para mantener el asta levantada y el “elixir de la eterna juventud”.


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