* Folclor, gastronomía e historia eran el denominador común en cada esquina.
Hay cosas que el dinero no puede comprar. Momentos que se inmortalizan en la memoria y no tienen precio. Durante nuestro tiempo sabático, como pareja, mi esposa y yo decidimos tener experiencias que teníamos aplazadas desde hacía mucho rato. Una de ellas fue viajar a Colombia para compartir tiempo con la familia.
El viaje de Calgary a Toronto, en Canadá, comenzó el 15 de noviembre, del año pasado. Fue un tiempo para recordar muchos eventos que ya parecían perdidos en las telarañas de la memoria. Es como si retrocediera la película, y de repente vinieran las imágenes atropelladas, una detrás de otra.
Por mi memoria comenzaron a correr fechas, lugares, personas, olores, colores y hasta sabores que se podían sentir vívidamente en el paladar. Toda la película de mi vida pareció rodar de una manera rápida y en secuencia.
El avión aterrizó en Toronto y luego de una prolongada espera abordamos rumbo a Bogotá, como dice el eslogan de la capital colombiana: “2,600 metros más cerca de las estrellas”. Seis horas de vuelo bastaron para ver desde las alturas la imponente sabana bogotana.
La capital nos recibió —como no es usual— con un clima cálido y acogedor. Recorrer las calles bogotanas se convirtió en una mezcla de temor por la inseguridad reinante y el placer de respirar el olor a patria. La gente, las calles anchas, los senderos angostos y los olores y colores tomaron el matiz que refleja la película ‘Encanto’, de Disney.
Folclor, gastronomía e historia eran el denominador común en cada esquina. Pero definitivamente ver la panorámica nocturna de la ciudad capital desde el imponente cerro de Monserrate es una vivencia de ensueño. Todo matizado por el calor producido por un canelazo, bebida típica que nos hace sentir de nuevo en la tierra, nuestra Colombia querida.
De la altura de Bogotá volamos a Barranquilla, la capital del Atlántico. La ciudad nos recibió con la brisa fresca del Mar Caribe y el imponente Río Magdalena. Nos encontramos con una ciudad totalmente diferente, pujante, llena de desafíos y moderna.
El recorrido nocturno por el monumento ‘La ventana al mundo’, ‘La aleta de tiburón’ -en homenaje al inmortal equipo de fútbol rojiblanco, Junior-, la Avenida al Río y el Malecón que le da un marco de modernidad al histórico Río Magdalena, nos dejaron con una sonrisa de satisfacción en los labios.
Gracias a Dios por permitirnos recorrer nuestra tierra y compartir con nuestra gente.
Esta es la nueva Barranquilla --igual en muchos aspectos, pero mejor en infraestructura--. Cualquier visitante podría adoptar las palabras del mítico cantante Joe Arroyo, y decir con propiedad: “En Barranquilla me quedo”.
Y qué decir de la familia, abrazarlos, comer juntos, reír a carcajadas... eso es una sensación de pertenencia y amor por la tierra. Despertarse muy temprano, con el olor a café recién preparado, y mirar los amaneceres es respirar de verdad, es sentirse vivo, es ser testigo de la majestuosidad de Dios, el Creador, el artista. Eso tampoco tiene precio.
Pero extasiarse en los atardeceres de mi Colombia querida, en esa degradación de colores que se puede contemplar en las montañas, en el Caribe o el Pacífico, en el horizonte perdido de los llanos, en los valles, en los ríos, en la selva nos lleva a un nuevo nivel. El nivel de lo indescriptible, donde las palabras no son suficientes y los adjetivos no alcanzan para describir tanta belleza.
El recorrido, ahora por carretera, con la disposición y el tiempo necesarios para detenernos aquí y allá nos llevó desde Barranquilla a Santa Marta, y luego desde el departamento del Magdalena hasta la tierra del Cacique Upar, Valledupar, la capital mundial del vallenato. Personajes y lugares llenos de historia nos hacen sentir por un instante navegando a través de la obra insigne de Gabriel García Márquez: 'Cien años de soledad'.
Detenernos en Ciénaga, Aracataca, Fundación, El Copey y Bosconia, antes de llegar a Valledupar, es un ejercicio para la memoria. Nos permite recordar quiénes somos, nos lleva de vuelta a nuestras raíces. El ruido, la gente, la música nos hace sentir de nuevo en la patria.
Al final de un recorrido de dos días, llegamos Manaure, Cesar, un pueblo de ensueño con un clima fresco y acogedor. De nuevo, la familia, los abrazos y las memorias nos recuerdan que hay cosas que no tienen precio. Gracias a Dios por permitirnos recorrer nuestra tierra y compartir con nuestra gente. Bendiciones.
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