* En frías madrugadas de invierno, navegando por mares agitados, se reconfortaban con una taza de café caliente.
En buques dedicados de la Flota Mercante se hacían tres viajes al Japón en nueve meses, luego vacaciones. Tokio, Yokohama, Nagoya, Osaka, Kobe. Después de casi tres semanas de navegación desde Buenaventura llevando esencialmente café y ferroníquel, los marinos colombianos encontraban un mundo uniforme y solidario, un mundo material hermoso y un mundo espiritual que se percibía profundo. Todos remando hacia el mismo lado, era ostensible.
El regreso, Kobe – Buenaventura, con maquinaria y químicos. Cada día, ocho horas vigilando el horizonte y ubicando el barco por posiciones astronómicas, ocho horas de sueño y en las comidas, la lectura, el gimnasio y lavar ropa se iban las otras ocho. Eran lapsos de monje tibetano.
El tiempo del regreso era interminable, se estiraba, se agotaban todos los juegos, se respiraba tensión. Estar de nuevo en tierra en Colombia era como volver a existir.
Cuando atracaban sentían después de mucho tiempo otra vez la tierra propia.
Los marinos eran reyes en Buenaventura. Donde iban gastaban y dejaban buenas propinas. Antioqueños negociantes instalaron una mina de oro. A media hora en el camino a Cali construyeron unos griles elegantes, con buena música, llevaron chicas bonitas y avispadas del eje cafetero que se las arreglaban para tener un marino en cada barco, se le aprendían la historia con memoria prodigiosa, en todos los casos opinaban y se inmiscuían en las vidas sin equivocarse, a medida que llegaban los buques y se iban. Se complicaban cuando a veces coincidían en el puerto hasta tres naves.
El tiempo del regreso era interminable, se estiraba, se agotaban todos los juegos, se respiraba tensión. Estar de nuevo en tierra en Colombia era como volver a existir.
Allí llegaban todos los embarcados. Había ingredientes fascinantes, una llovizna constante cómplice que casi siempre acompañaba.
Se escuchaba un son caribeño. Desde Nueva York los marinos habían traído literalmente en acetatos el sonido de la salsa.
Esa noche, de nueve buques atracados, dos de la Flota permanecían en el puerto, uno del servicio Pacífico Japón y otro del Atlántico Norte. Los cuatro oficiales se bajaron del taxi a la oscuridad, estaban en el espacio amplio de una curva en la carretera. Al fondo, las luces titilantes del Boulevard del Ron, doce pasos y una requisa a la entrada.
Penumbra en aire acondicionado, una pista de baile barrida por haces azules y rojos, mucha gente. De alguna parte brotan sillas y una mesa.
Se llama Azúcar pa´ti lo que sonaba, Palmieri.
Daniel no se ha sentado cuando una sonrisa pícara lo invita a bailar.
Es un ritmo elástico, delicioso…
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