* La concurrencia hacía una fiesta que desafiaba la intemperie.
Siempre que un buque mercante llega a su destino, una de las tareas apremiantes del capitán es calcular, con los rendimientos del puerto y las condiciones y planes de cargue y descargue, los tiempos de operación, para definir con la mayor exactitud posible el día y la hora en que se debe zarpar.
Este dato funcional determina los períodos de espera de otras embarcaciones en turno, resuelve lapsos disponibles para las reparaciones pendientes que solo se pueden realizar cuando el motor del barco no está funcionando, y es una información crucial para los marinos y sus tiempos en la estadía.
Existen dos escaleras rebatibles para bajar a tierra, una a cada banda, diseñadas de modo que en navegación van recogidas, protegidas. En puerto se extiende la que da hacia el muelle y se organiza con parales y pasamanos portátiles. En la parte superior de esa escala, en la cubierta, se coloca a plena vista un tablero donde se escribe la fecha y hora de salida en caracteres suficientemente claros, de forma que al momento de bajar a tierra, los tripulantes pueden chequear la partida.
En las unidades de la Flota una costumbre se convirtió en ley de disciplina: se regresaba a bordo usualmente mínimo una hora antes de la fijada en la tabla de zarpe, como la llamaban. El único que podía retardar la partida de la nave si no llegaba a tiempo, era el comandante, lo que casi nunca sucedía.
Comenzaba a nevar. Daniel y Jairo se preguntaron, contemplando el muelle vacío, si habían detallado bien la tabla cuando salieron en la mañana. Ya no estaban tan seguros. Creían haber visto la salida para las seis de la tarde cuando bajaron ese jueves 10 de diciembre en 1987, pero apenas eran las cuatro y treinta y el barco no estaba. Los invadió el desconcierto y la desazón, se les antojó triste la iluminación decembrina, venían de comprar ropa de invierno pues estarían bajo cero cuando supuestamente volvieran en un mes.
La pérdida del zarpe era una falta grave en el reglamento de trabajo. La perspectiva más liviana era el despido.
El automóvil negro se acercó.
Hola muchachos, los estaba esperando, súbanse, dijo el conductor bajando el cristal, presentándose en perfecto español.
Era el funcionario de la agencia que se ocupaba de todos los asuntos del buque en el puerto.
Al mediodía llegaron instrucciones de Bogotá ordenando al capitán que saliera para Portland cuanto antes. El buque zarpó a las tres de la tarde, ustedes son los únicos que estaban afuera, aquí están sus pasaportes y viáticos, se quedan en el hotel a donde vamos, hacemos mañana los trámites de inmigración, el sábado cruzan la frontera por carretera y toman el buque en Oregón, dijo tranquilo entregándoles documentos, dinero y tiquetes de Greyhound, la compañía de transporte terrestre.
Si la culpa fuera de ellos, igual los estarían esperando, pero la orden hubiese sido viajar directo a Bogotá y presentarse en la oficina.
Era demasiado, dos noticias formidables. Su estado de ánimo se abrió a otra dimensión. No habían perdido el buque y se quedaban en Vancouver, un regalo de las estrellas. El frío desapareció.
Vancouver, un puerto en el Pacífico canadiense de la Columbia Británica cerca de la frontera con Estados Unidos, es una bella ciudad en medio de montañas, con muchos parques, que hace honor a naciones indígenas ancestrales en un absorbente ambiente de arte y de cultura.
Esa noche se presentaba en concierto en el Place Stadium uno de los mejores del mundo: Pink Floyd, una agrupación inglesa, inmensa, que revolucionaba la música sicodélica con su rock sinfónico, creando un estilo con temas que eran retratos de la vida, con intenciones profundas, llenas de emoción y letras dramáticas marcadas por sus tendencias políticas y críticas a la sociedad de consumo. The Dark Side of the Moon, considerado por muchos críticos como el mejor álbum de rock de todos los tiempos, famoso por su diseño de un enigmático prisma luminoso, fue el éxito que encumbró a Pink Floyd con canciones como Time y Money que cautivaban.
Decidieron ir al concierto, después de comer se fueron al estadio.
La concurrencia hacía una fiesta que desafiaba la intemperie. Se mezclaron en un combo que con sus atuendos y peinados, colores, bailarinas, generales, almirantes, payasos y piratas acaloraban el ambiente. Los dos colombianos eran con su pinta normal los más extravagantes.
Esa noche más de 40.000 personas presenciaron un evento fantástico, fastuoso, una experiencia de música donde los intérpretes eran casi secundarios, una impresionante combinación de sonidos perfectos con luces y efectos fascinantes.
Daniel pensó en el destino y reconoció: su vida era distinta, pero estar allí ese día, era afortunado...
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