* Mi mamá, doña Carmen, es una mujer con una mezcla de carácter fuerte y muy dulce a la vez.
Cada mañana es una nueva oportunidad. Cada caída nos permite levantarnos e intentarlo de nuevo. Cada puesta de sol es una batalla ganada. Cada problema es un proceso de aprendizaje. Es por eso que la Biblia dice: “Basta a cada día su propio mal” (Mateo 6:34).
Después de varias semanas de duro trabajo y mucho desgaste físico, el pasado fin de semana, mi esposa Ana Esther y yo pudimos disfrutar de un tiempo especial en compañía de mi madre. Fue un tiempo para recordar anécdotas, para evaluar lo vivido, para dar gracias por el presente y, sobre todo, para dejar el futuro en las manos de Dios, ese futuro que nos produce tanta incertidumbre y afán.
Reímos, comimos juntos, disfrutamos en familia. Eso no tiene precio. Mi mamá, doña Carmen, es una mujer con una mezcla de carácter fuerte y muy dulce a la vez. Escucharla hablar es recordar la fidelidad de Dios en nuestras vidas, en nuestra familia.
Ella, no hay duda, es un libro ambulante. Su vida está llena de muchos capítulos intensos, llenos de dolor y mucha alegría. Cada página nos lleva con avidez a la siguiente. La emoción con la que recuerda y la intensidad con la que relata los hechos nos mantienen a la expectativa.
Esa habilidad innata para contar historias, para tender puentes de conversación, para tejer relatos con tintes macondianos, me recuerda que muy seguramente de ella heredé parte de lo que soy como periodista. Por su puesto, la otra parte fue aportada por los genes de mi padre, Bertolino, un antioqueño con alma de gitano y pasión por el trabajo.
Mientras conducíamos desde Surrey a los escenarios paradisíacos de Harrison Hot Springs, en la provincia de British Columbia, no dejamos de hablar un solo instante. Los tres disfrutamos el viaje, pero disfrutamos mucho más la conversación.
El primer arroz que preparé, los primeros guisos, la primera sopa fueron gracias a la dedicación de mi madre por enseñarme los secretos de la buena cocina. Hablar con ella es volver al pasado mientras se vive con intensidad el presente.
Este tiempo que disfrutamos con mi mamá me recordó que la vida vale la pena vivirla, que la familia tiene un valor incalculable, que el trabajo honrado arroja sus frutos, que la unidad hace la fuerza. Pero más allá de todo esto, me recordó que sin Dios no somos nada.
Es bueno hacer un alto en el camino y compartir con aquellas personas que invirtieron parte de su vida en nosotros. Mi mamá es una de ellas, al igual que tantas otras que han dejado una huella imborrable en mi vida.
Hace apenas unas semanas atrás viví unos días con mucha agitación mental y espiritual, con muchos altibajos emocionales. Es que a veces llevamos demasiado equipaje en el viaje de la vida. Y no me refiero solo a la maleta física, sino a todas esas cosas con las que cargamos sin necesidad.
¿Qué tal si a partir de ahora nos proponemos afanarnos menos y vivir más? ¿Qué tal si desde ya hacemos el firme propósito de disfrutar las cosas simples de la vida?
Nos cargamos de preocupaciones innecesarias, con problemas imaginarios, empezamos a batallar con molinos de viento. Gastamos nuestras fuerzas pelando con gigantes que yacen derribados en el olvido, pero que queremos mantenerlos vivos en nuestras mentes.
Pero lo peor de todo es que en esa lucha diaria con la ansiedad, con el temor y con la necesidad de sobrevivir, nos llenamos de tensiones que nos enferman física, emocional y espiritualmente.
¿Para qué pedirle prestados problemas al futuro? Basta a cada día su propio afán. ¿Podemos acaso con nuestra preocupación añadirle centimetros a nuestra estatura? Jesús, el Hijo de Dios, nos recuerda que es necesario buscar el reino de Dios y su justicia, porque entonces todo lo demás llega como resultado de ese orden de prioridades.
Cada vez más, la sociedad de consumo en la que vivimos nos lleva buscar llenar nuestros vacíos existenciales comprando, acumulado, y lo que es peor endeudándonos, haciéndonos creer que ese es el todo de la vida. ¿Pero es cierto esto? Definitivamente no.
Las cosas simples de la vida las pasamos por alto, obviamos lo simple y nos aferramos a lo complejo. Las oportunidades las convertimos en problemas. Navegamos en un océano tempestuoso buscando la paz que nos podría ofrecer el murmullo de un arroyo cristalino.
Perdimos la capacidad de asombro. Dejamos de ver la magia que emana la sonrisa de un niño. El colorido de los idílicos atardeceres y los exuberantes amaneceres parecen haber perdido su encanto. Las historias familiares alrededor de la mesa servida con comida caliente ya son cosa del pasado.
Este tiempo compartido con mi madre me llevó de nuevo a reevaluar el orden de prioridades con el cual he estado viviendo. Conversar con mi mamá, mientras compartíamos una rica comida, me trajo de nuevo a la realidad, esa que hemos dejado tirada en el afán del día a día.
¿Qué tal si a partir de ahora nos proponemos afanarnos menos y vivir más? ¿Qué tal si desde ya hacemos el firme propósito de disfrutar las cosas simples de la vida? ¿Y qué tal si comenzamos a vivir la vida en vez de malgastarla? Nunca es tarde para empezar. Hoy es el día que hizo el Señor. Ponle sazón a tu vida.
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