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UN CUENTO DEL FÚTBOL

* Navegaba a través de su pasado...

Isla de Manzanillo, Cartagena de Indias. Tarde nubosa de domingo en mayo del 74. Se enfrentan en un partido acordado, el par de equipos mejores en esos tiempos de la Escuela Naval, dos cursos mercantes: los de cuarto año, individualmente mejores, y los de segundo año, que son más equipo. Para los protagonistas es una final del mundo. No hay colores, sólo el blanco y el negro, el árbitro, gris.


Dos y media, presagio de lluvia. La cancha, en un prado inmenso y hermoso al lado de unos cañones plantados, bajados de algún buque de la Segunda Guerra Mundial. Cadetes que no quieren perderse el encuentro se trepan a las enormes piezas metálicas, otros rodean la cancha.


Comienza el juego. Como los grandes, en los primeros minutos se estudian, hay equilibrio. Rincón, un artista, con un endiablado regate, dos veces solo, con el arco de frente, bota el balón.


Los de cuarto sí consiguen su gol y se van al descanso tranquilos, ganando por uno.

Los que aprenden, enseñan, los que entienden, explican, hay apoyo y colaboración.

En la pausa, charla técnica de los que pierden, nadie regaña, se ríen. La risa ha salvado a ese curso de segundo año, del ego reinante en aquel ámbito exclusivo de formación militar, de disciplina implacable, un lugar fabuloso donde el sacrificio es madrugar, trotar, bregar con un fusil bajo “crueles” jornadas y extendidas labores de aseo, pero es el único centro donde existe esa carrera fantástica, a la que sí se dedican en serio. Se establece el pacto tácito de los mercantes: vivir el día a día bajo las leyes del respeto, la generosidad, la calidad humana y los valores de la solidaridad.


Se comparten alegrías y penas, aciertos y equivocaciones, diabluras y sanciones, castigos y premios. Los que aprenden, enseñan, los que entienden, explican, hay apoyo y colaboración.


Acordaron posesión de pelota a punta de pases, defensa cerrada y una consigna: ganar. Se reanuda el juego.

El planteamiento funciona, hay control, todo va bien hasta que llega el diluvio.


Son chorros de agua que espantan a los espectadores. La bola se frena en los charcos, pero a nadie se le ocurre que paren. Juan Camilo el arquero, demuestra que puede volar y las atrapa todas. Por fin la mete Rincón y quedan iguales.

Faltando diez minutos, Oliverio, del cuarto año, llega a fusilar en el área y Rodrigo lo barre. Pena máxima. Cobran la falta. Con tanta fiereza la patean arriba, por fuera, que todavía andan buscando ese esférico.


A los 43 minutos del segundo tiempo el drama va para empate, pero Juan Camilo saca largo por la derecha, Héctor se la lleva hasta el fondo, la eleva al centro, el ‘lobito’ Henao se levanta más que los otros y con un cabezazo hace estallar la alegría.


Es un juego, pero algunas veces trae felicidad.

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